lunes, 27 de diciembre de 2010

Ahorcados

el zapato cuelga del alambre.
Parece un barco pequeño.

Decís que me veo azul como el reflejo que se cuela por la ventana
y yo pienso que los ojos de todas mis noches están suspendidos en ese alambre,
donde el zapato y vos empiezan a ser lo mismo.

Puede que mañana haya una fila de pericos sobre ese poste
Y puede que, azules,
la naranja que se pudrió sobre la mesa de la cocina,
el beso y estos años,
se tomen la calle.
Puede que la conjugación del verbo estar deje de ser tan dura como el asfalto,
O que nosotros dejemos de ser como los aguaceros
que van cosiéndonos las manos a los techos.

Pensás en el lomo arqueado de los gatos
-El zapato se balancea con el viento-
Y yo soy en esa ventana
Como la estela del barco.

Ni te imaginás que ese zapato
es la mejor manera de no decirte nada
Que le tengo miedo a la pila de recibos y a la pared blanca de la cocina.
Que ese zapato es la peor manera de decírtelo todo.

Recuerdo que hubo un tiempo
no hace mucho.
Ahora quiero ser como esas ciudades raras donde alguna vez estuve
quedarme quieta,
repetida como una gaviota o la madera de una puerta.
Que deje de dolerme la pierna,
la muerte inevitable de todas las cosas.

Vivir esa frase larga,
es casi tan triste como imaginar lo que en algún momento para vos fueron mis manos.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Veintitantas gradas para las siete

Pa Verito y pa mí

Eso pienso mientras suelto el cadáver de la baranda y lo dejo caer en mi bolsa negra de 70 x 90. Veo al fulano alejarse por la puerta que da hacia el vestíbulo, restregándose las manos muy despacio, y voy dando por un hecho que es él, aunque todavía no tenga suficientes pruebas para demostrarlo.

El olor dulzón de la fruta da vueltas por la escalera y caigo presa en una de esas asociaciones libres, que de libre solamente el nombre. Tengo veinte años menos y me veo sentada frente a esa profesora de voz grave, en la mejor clase que recuerdo haber tenido durante el año en que asistí regularmente a la universidad. ¿Qué relación existe entre ella y la cáscara que ese personaje ahorca todos los días en mi baranda? Ni idea. La cosa es que una me lleva a la otra.

Alguna vez quise ser como ella. Quería tener su misma melena negra y ondulada, su traserote apoteósico y sus collares largos de colores. Deseaba sus carcajadas telúricas y su manera de leer la vida. Pero, la verdad sea dicha, mirándome al espejo del baño mientras me quito el uniforme -ya son las siete y cinco, hace un frío de mierda y solamente quiero irme-, me digo que aunque mi pelo es irremediablemente lacio y jamás podrá llegar a ser ni medianamente parecido a aquel enjambre maravilloso que le coronaba la cabeza, mi trasero, muy por el contrario, pasaría con creces el control de calidad para calificar en el ranking de los más apoteósicos.

Lunes de nuevo. Veintitantas gradas más para que el reloj marque la hora de salida. Desinfectante, cloro, vaivenes de escoba, bolsa negra de 70 x 90: esa soy yo de 9 a 7. Luego de ocho meses puedo decir que voy logrando dominar las minucias de todo esto: los horarios, la calma engañosa de las ventanas entreabiertas, los tumores silenciosos que provocan los ascensores y las manchas microscópicas que no han salido nunca, a pesar de que restriegue el trapo con fuerza y lo sumerja una y otra vez en el agua jabonosa. No hay cloro que valga contra las verdades de este edificio y la masa frenética que lo habita entre semana, ni esponja capaz de borrar el enredo de piernas y tacones que se reflejan en el mármol. Sigo buscando la palabra que pueda describir las 125 oficinas cuidadosamente aspiradas y comprobadamente inservibles que limpiamos cada día, y termino rendida ante la cáscara que se oxida rápidamente en el fondo de mi bolsa negra: esa metáfora tan precisa que describe todo lo que me rodea.

Entretanto, mi principal sospechoso camina hacia el vestíbulo, restregándose las manos con su calma de todos los días. Decido seguirlo a la entrada y aprovecho para darle una repasada al ventanal que da a la calle, hasta que lo veo desaparecer completamente.

Me volteo hacia los ascensores porque justo ahora viene lo bueno, la escena dantesca de todas mis mañanas: se abren las puertas y una horda desenfrenada de lagartijas flacuchentas, resecadas con autobronceador y laxantes, sale disparada, blackberry en mano, hacia la nada de sus deberes cotidianos. Río y barro con calma las bolas de pelo rubio que van quedando luego de la estampida de estrógenos malogrados, y trato de concentrarme en lo mío. Reconozco, sin embargo, que me sigue perturbando ese fulano canoso: uno de los pocos especímenes del edificio que usa las escaleras y no los ascensores, personaje que rompe su rutina dejando en la mía las cáscaras de todo lo que se come. Prometo, en honor a mi profesora y a mí misma, que algún día escribiré una historia sobre él.

Me cargan las del aseo; sobre todo esa rota que me mira a los ojos como si le debiera algo. El típico ejemplo de la rota tirada a gente. La Javi me dice que tenga cuidado, que con hueonas como ésa uno nunca sabe.

No me gusta pasarme rollos; nunca he sido perseguida, pero igual me da lata tener que verle la cara a esta mina todos los días del mundo. Me saca de quicio. El otro día que iba con la Javi para el Starbucks, me la topé de frente y para variar ni se movió. Se quedó bien plantada con su escoba, balanceando ese poto asqueroso de elefanta, dándole patadas a su balde de agua con jabón mientras yo trataba de pasar hacia la entrada. La Javi me dice que le recuerda a su nana, por fea y por india. Ni idea de qué edad podrá tener la peruana ésa: más de treinta, a lo mejor, pero menos de cuarenta. La verdad no importa. Una india más, una menos… ¿qué más da? La Javi casi se muere el día que le conté que había soñado con la rota ésa. Levantó sus ojos verdes del blackberry –cosa rara en ella- y me puso muchísima atención –cosa aún más rara-.

-Hueona, le dije, la hueá fue que soñé que había tenido que bajar por las escaleras de emergencia porque todos los ascensores estaban malos. Iba sola y todo bien, hasta que me la topo casi al llegar al primer piso. La reconocí por ese poto flácido que se balanceaba de un lado al otro. -La huevada asquerosa, me dice la Javi arrugando la cara, ¿cómo alguien puede meterle tanta grasa a un par de nalgas? La cagó, realmente la cagó.
-No sé, hueona, no sé, pero bueno, cachai que la guatona estaba de espaldas, barriendo las escaleras. Tenía una bolsa negra en las manos, como siempre. De repente se da vuelta, me clava sus ojos de loca y me dice que no tenga miedo. ¡¡¡Hueona, yo aterrorizada, porque su voz, no me lo vay a creer, era la voz de mi vieja!!! ¡De la boca de esa peruana rota salía la voz de mi vieja!!!! Puta, la hueá, desde ese día quedé pa la cagá…
-¡¡¡Pero obvio!!! -me dice la Javi con cara de asco-, tení que puro contarle el sueño a tu analista… ese rollo está súper heavy…

Llegamos al Starbucks. Por suerte no había tanta fila. La Javi vuelve a su Blackberry; sólo tiene cabeza para pensar en el gimnasio y en sus dramas con el Benja. Qué lata me da regresar al edificio y ver a la guatona de nuevo ahí parada, persiguiéndome con esos ojos de india loca. Está claro que sacarme el rollo de la peruana me costará varias sesiones con la Maca. El frapucccino tiene un gusto raro pero me lo tomo igual.

Antes de entrar al edificio aspiro a fondo el cigarrillo. -Ya, galla, no la pesquí, me dice la Javi por tercera vez mientras actualiza su estado en el Facebook, pero la hueá es más fuerte que yo y al verla en el fondo del vestíbulo, bamboleándose con su escoba, me comienzan las arcadas y el temblor en las rodillas.
Qué lata esta guatona de mierda, no puede ser que hayai quedado tan pa la cagá por ella y ese sueño; deberíai inventarte algún rollo y hablar con la administración pa que la echen de una… Total, una peruana más, una menos…da lo mismo.

Mi uniforme quedó tirado encima de la silla, manchado por la luz amarillenta que se cuela por las cortinas. Me siento en la mesa de la cocina con un té hirviendo y acomodo la hoja con cuidado. Está tan blanca que da miedo. Cinco minutos… nada. Diez minutos…nada; veinte, cuarenta, una hora. No pasa nada. No logro escribir nada. Suena el despertador. Me quedé dormida encima de la mesa, una vez más. A lo mejor en la noche, cuando regrese. Me abotono la blusa del uniforme, me pongo el abrigo y me engullo un par de tostadas con mantequilla. O a lo mejor mañana. A la salida paso a comprar más papel, no vaya a ser que finalmente se me ocurra cómo empezar el cuento sobre mi personaje de la cáscara y no tenga donde escribirlo.

martes, 10 de agosto de 2010

Cuando me acuerdo de mi país (Patricio Manns)

Cuando me acuerdo de mi país
Me sangra un volcán.

Cuando me acuerdo de mi país
Me escarcho y estoy.

Cuando me acuerdo de mi país
Me muero de pan,
Me nublo y me voy,
Me aclaro y me doy,
Me siembro y se van,
Me duele y no soy,
Cuando me acuerdo de mi país.

Cuando me acuerdo de mi país
Naufrago total.

Cuando me acuerdo de mi país
Me nieva la sien.

Cuando me acuerdo de mi país
Me escribo de sal,
Me atraso de bien,
Me angustio de tren,
Me agrieto de mal,
Me enfermo de andén,
Cuando me acuerdo de mi país

Cuando me acuerdo de mi país
Me enojo de ayer.

Cuando me acuerdo de mi país
Me lluevo en abril.

Cuando me acuerdo de mi país
Me calzo el deber,
Me ofusco gentil,
Me enciendo candil,
Me encrespo de ser,
Despierto fusil,
Cuando me acuerdo de mi país.

domingo, 25 de julio de 2010

1996


Hay muchas formas de empezar a contar lo que tengo que contar. De todas, sé que ninguna es la mejor. Es el año 1996, creo, o quizás el 97, y hay una mujer sentada en la banca del parque, donde el sol le cae a pedazos sobre los hombros. Hay mucha gente pasando, cruzando la calle. Las horas se hunden en las aceras, como si los caños fueran de arena y no de cemento.

Hay muchas formas de empezar esta historia; todavía no sé si ésta sea la mejor. La mujer sentada podría llamarse como mi abuela, pero en el fondo no creo que se llame como ella. Es delgada, tiene el pelo negro y muy corto. Parece que sonríe. Desde acá no se ve muy bien si sonríe o si ese trazo en su cara es más bien la sombra de una rama que se está secando. Trato de enfocarla lo mejor posible. Me gusta la expresión desprolija que le cuelga de los labios. Me gusta mucho. Una manera rara de pájaro.

Espero que no se mueva, que se quede ahí mientras la mañana se derrumba sobre sus hombros. Me apoyo en la ventana, la veo ahí sentada mientras todo a su alrededor es ruido, gente que pasa, camiones que pitan, ciudad amarrada a la pata de una mesa.

Apagué el cigarro, corrí al cuarto a buscar la cámara. Volví a la ventana en diez segundos, esperando que no se hubiera ido de la banca, deseando que la luz siguiera ahí mordiéndole el cuello, y que la rama seca siguiera dibujándole cosas en la cara. Llegué, me apoyé en el marco; enfoqué y disparé. Logré la foto que quería.
Luego la vi desplomarse. Vi la banca llenarse de palomas.
Se hizo un gran círculo de gente alrededor.
Yo fui la última en llegar.

martes, 13 de julio de 2010

°°°°°°°

Anoche soñé una mancha negra en la boca de mi abuela,
y me levanté asustada
a orinar y esperar que pasara el miedo,
las nubes el polvo el ruido lejano de la carretera.

Todo ocurre siempre en el baño
Sola frente a la ventana,
donde cordillera y frío llegan
a escarbarme las heridas
con sus ramas puntiagudas sus hojas secas.

Antes de regresar a la cama
me veo la espalda en el espejo:
es una curva larga que empieza en noviembre
una situación arrugada
y llena de puertas.

(*)
A medias cierro el pantalón de mi pijama,
Bajo la cadena
Y me invade una pereza sobrehumana de lavarme las manos.

A lo mejor mañana crecerá un árbol en la boca de mi abuela.


*ahora que lo volví a leer decidí quitar la palabra; a lo mejor mañana vuelva a cambiar de opinión.

lunes, 14 de junio de 2010

Post terremoto (parte 2)

Vendo, luego existo.

El ominoso título me produjo en la panza una especie de retorcijón ontológico: era, sin saberlo, el más perfecto preámbulo para el terremoto de 8.3 que nos sacudió las amebas el 27 de febrero del 2010.

A mí, por ser como soy y venir de donde vengo, esos mensajes del tipo Vendo, luego existo, que aterrizan cada cierto tiempo en mi correo del trabajo, me producen efectos secundarios que todavía no sé muy bien cómo manejar. Y estaba en ésas, justamente, tratando de rumiar el correo en mi cuarto estómago, cuando a las tres y media de la madrugada, las paredes de la casa empezaron a crujir.

Un temblorcillo, pensé.
Un temblorcillo fuerte, volví a pensar.
Pero no.
La mierda no paraba y hubo que levantarse en el acto.

Cierro los ojos. Insisto en hacerme la loca; total, vengo de un país donde también tiembla, y mucho. Recuerdo que no estuve en el de Cinchona, pero me digo que a pesar de semejante vacío, estoy fogueada en estos menesteres. La cama, más chúcara que nunca, salta y salta mientras las paredes crujen cada vez más fuerte.

La electricidad se va. Salimos. Me siento en el suelo del patio.
El horizonte era el ladrido oscuro de los perros. La tierra se encogía y se estiraba con furia.

Ahora, en mi cabeza, luna llena equivale a terremoto.

El lunes, con el miedo clavado en el estómago, mis compañeros de trabajo y yo tuvimos que subir a pie 23 pisos. A los jefes, por supuesto, los subieron en ascensor.

Ese día llegué a la casa llorando de cólera. Traté de ponerle camisa de fuerza a los nervios, pero se me estaban saliendo a chorros por los ojos. Ese día no paró de temblar y ese maldito piso 23 no paraba de moverse. A las siete de la noche, cuando salí, había filas y filas de gente asustada en los supermercados, en las bombas, en las farmacias. Gente con miedo subiendo y bajando escaleras. Gente que, igual que yo, se amarró la boca con camisa de fuerza para atender el teléfono como si nada. Era raro ver a un país tan orgulloso caer rendido a pedazos.

Réplicas. Más réplicas.

El sur devastado, incomunicado. Sin embargo había que estar tranquilito y hacer como si nada. Había que contestar el teléfono, servir café, y tratar de comunicarse con normalidad aunque todo alrededor fuera una mancha de silencio y miedo. Había que disfrazarse. Evitarle pérdidas a la empresa. El corazón se me encogía y se me estiraba como el lomo empapado de un animal lluvioso.

¿Por qué cuando pienso en terremoto pienso en luna llena, y por qué cuando pienso en la frustración de ese lunes pienso en el apellido alemán de uno de mis jefes? ¿Por qué cuando recuerdo el correo de ominoso título, en el Vendo, luego existo que vivirá eternamente en mi cuarto estómago, pienso en don Hans y la elegancia afectada de un apellido que combina perfectamente con sus ojos azules y su mal aliento?

Supongo que para quitarnos el odio, tendremos, pues, que hablar de don Hans.

El susodicho es, junto con mi jefe francés, uno de los socios mayoritarios de la empresa donde trabajo. Es vecino, por cierto, del nuevo y enano presidente que rige los destinos de este hermoso y maltratado país. Comparte con él, con el Señor Presidente, quiero decir, no solo la exclusividad de su elegante condominio, sino también una vocación empresarial forjada, con gran empeño, en las aulas de la Pontificia Universidad Católica de Chile: cuna de muchos prestigiosos ladrones que engalanan la historia de esta nación.

Don Hans, como les decía, tiene ojos celestes, mal aliento, y un apellido alemán que combina muy bonito con su nombre. Es casado, con amante de barrio alto, y dos hijas que estudian, lógicamente, en el mejor colegio privado católico de Santiago. La mayor de sus hijas se casó este fin de semana que acaba de pasar. Cuarenta mil pesos por plato, trescientos cincuenta invitados y sus respectivos acompañantes.

Ese día ominoso del correo, para mi mala suerte y como anticipo de los días terribles que se avecinaban, me topé a don Hans en el ascensor, justo a la hora del almuerzo. Me escaneó de arriba para abajo y, tratando de esconder su incomodidad por el largo recorrido que nos esperaba en esos minutos-ascensor que se hacen eternos cuando la compañía es indeseable, me preguntó, con una falsísima curiosidad, si Costa Rica era una isla y si, al igual que Colombia, tenía restricciones de visa en el extranjero por el tema de la droga.

La verdad no me extrañó para nada su ignorancia. Raro, rarísimo, hubiera sido lo contrario. En mi cabeza retumbaba, eso sí, como la más hermosa letanía, el estribillo del coaching empresarial que había aterrizado en mi correo esa mañana: Vendo, luego existo. Era la música de fondo más perfecta para el fatídico encuentro.

Y así, mientras me hacía comentarios absolutamente imbéciles como “Laura, ¡pero qué gran ventaja la de ustedes de estar tan cerca de Estados Unidos!”, yo no podía evitar recordar la voz de don Gregorio, el jardinero que hace un par de años lo llamaba tres veces al día, cinco días a la semana, para recordarle una sola cosa: los 30.000 pesos que le debía por el arreglo que le había hecho en su jardín.

Recuerdo, nítida, la voz de don Hans al otro lado del teléfono, histérico cada vez que yo marcaba su extensión para avisarle que lo llamaba don Gregorio: “Laura, dígale a ese caballero que no me moleste, que estoy sumamente ocupado… dígale que yo no le voy a pagar nada y que lo voy a llamar cuando me dé la gana.”

La voz de don Gregorio retumba en el ascensor mientras veo a don Hans gesticular de manera afectada y preguntar estupideces por compromiso. Estupideces de todo tipo para llenar, a como dé lugar, el vacío de esos 22 pisos que faltan hasta llegar al primero, en donde, afortunadamente, se acabará el calvario para los dos. Él se irá, contento, a comer algo ligero en algún restaurante para gente como él, mientras yo me iré a calmar mis náuseas debajo de un árbol, en mi parque de siempre.

Han pasado casi cuatro meses desde el 27 de febrero.
A los damnificados, en el sur, se les “llueven” las casas a pesar de la tecnología canadiense traída por el enano presidente. En Santiago, el Gobierno y don Hans están contentos porque el trauma del terremoto, según ellos, ya está completamente superado. La economía, reactivada, vigorosa, obliga a voltear la página. Dice el Ministro de Economía, agradeciéndole a su Dios-Mercado, que los índices, por fin, están levantándose. Ha ayudado también el mundial, apunta sesudamente, porque ha habido una compra importante de televisores.

Adoremos pues, a Shakira y su waka waka.

Para mí el terremoto no termina de acabarse, y, debo decirlo, cada vez que veo la luna llena, siento que a lo mejor, muy probablemente, el horizonte se agrietará de nuevo con el ladrido oscuro de los perros.

domingo, 23 de mayo de 2010

//...//

El domingo le rompió las costuras a la casa
Y toda,
roja, gorda y completa,
fue sumergiéndose sin tregua.

A pesar de que el agua hervía en la cocina,
No le importó el calendario,
los ojos hundidos del perro
o las fotos que naufragaban en las paredes.
Reventó las ventanas,
las sábanas tibias,
Fue máquina de hacer libélulas.
Se cansó del frío tallando promesas en el centro de la mesa,
se hartó de la puerta y sus adjetivos
para tratar de que nada duela.

Un camión pita a lo lejos
y mi vecina,
llena de ojeras y de hijos,
descubre que una casa gorda, de madera
sangra en su piso como ballena muerta.
Se da cuenta que nada queda de sus amapolas.
Del otro lado del patio
Empiezo a construir todo de nuevo,
en el fondo cambiante de una maleta muy vieja.

sábado, 24 de abril de 2010

Intermedio

Está la sala oscura
Y adentro un gato con las uñas en suspenso.
Un gato azul como cualquier cenicero
Subiendo lento y seguro por las paredes.

Está ella al fondo de esa misma sala,
rompiéndose los pies con los vidrios y uno que otro recuerdo.
Es viernes por la noche
tres de agosto
y hace frío.

Están la puerta, la sala,
La espalda arqueada:
víctimas indiferentes de tanto rótulo apagado,
y la noche acurrucada en la parte baja de las escaleras
como un pedazo de tela llenándose de luciérnagas.

Está la presencia negra de unas medias rotas
Un arete olvidado en la mesa de la cocina.
Está la calle afuera
como un río de silencio arrastrando gente en las esquinas.

Y ella con la boca abierta,
tranquila,
esperando que amanezca.

lunes, 15 de marzo de 2010

Post-terremoto (parte 1)

¿Por qué se escandalizan tanto los medios de comunicación y los grupos oligopólicos chilenos con la imagen de los saqueos? ¿Con qué reserva moral juzgan y reprueban el comportamiento de cientos de chilenos y chilenas que, en las horas posteriores al terremoto y el tsunami del 27 de febrero, no vieron mejor cosa que saquear supermercados y farmacias? ¿Por qué se refuerza, de manera insistente, la idea de que esos “otros” que saquearon almacenes y farmacias, no son los “verdaderos chilenos”? ¿Quiénes y cómo se espera que sean, entonces, los “verdaderos chilenos”? ¿Cómo se supone que debía comportarse un “verdadero chileno” en zonas donde la ayuda, lamentablemente, empezó a llegar muchas horas después de pasado el terremoto?

¿Cómo es posible que quienes defienden a ultranza una postura ideológica que sobrevalora la competencia, la agresividad, el utilitarismo y el individualismo como formas de relacionarse, e incluso, de anular al otro, se espanten ante el estallido fáctico de esas formas de comportamiento que ellos mismos defienden, y que, además, se atrevan a señalarlas y satanizarlas? ¿No era hasta cierto punto esperable que en un país que ha sido sistemáticamente sometido a la privatización de sus recursos y sus riquezas más elementales: agua, energía, telefonía, educación, salud… gran parte de la gente reaccionara con esa furia desbordada y marcadamente individualista? ¿No era acaso lógico que a un país, a una sociedad a la que le han ido mutilando de forma programada las instancias y los espacios para defender sus propios derechos ante el capital privado y extranjero, donde las personas trabajan diez horas diarias, cinco días a la semana, con escasa o nula posibilidad de sindicalizarse, con salarios mínimos que rondan los 168 mil pesos al mes, reaccionara de manera tal ante una situación que era, a todas luces, absolutamente inesperada y a la que se sumaba la escasa previsión en cuanto a mecanismos de evacuación?

Orgullosos deberían sentirse los medios y los grupos de poder chilenos de que un gran porcentaje de la población afectada –no toda, afortunadamente- reaccionara tal y como ellos la han moldeado desde hace 30 años: llevando a la práctica el axioma de que para ser hay que tener y acumular. Olvidaron los saqueadores, al igual que los presidentes-empresarios y los ministros-gerentes, que los televisores de pantalla plana, por esas cosas de la vida, no resuelven las necesidades más inmediatas de alimento, cobijo y seguridad.

¿Qué nos están diciendo esos chilenos que, además de llevarse el alimento que necesitaban, optaron por robar mucho más para luego venderlo a sus vecinos? ¿Qué tiene de chocante para un empresario ver al pueblo desbocado, obedeciendo al pie de la letra su ideología de que lo que importa, ante todo y sobre cualquier cosa, es lucrar, incluso con el dolor y la necesidad del otro?

Esos que se escandalizan ¿querían acaso que luego de ver arrasadas sus casas, sus lugares de trabajo, de ver morir ahogados a sus familiares y amigos, los damnificados se contuvieran estoicamente e hicieran fila para usar sus tarjetas de débito marca Falabella en el supermercado más cercano? ¿Querían que se aguantaran el hambre y la desesperación, que respetaran el “orden” en espera de los camiones que llegarían varios días después, en conjunto con los militares y los toques de queda?

La reacción de mucha gente, en esas comunidades afectadas, no es en absoluto gratuita y pone en evidencia lo que le pasa a un pueblo al que le han tratado de anular por todos los medios simbólicos y estructurales posibles el sentido de pertenencia y de colectividad; pone en evidencia lo que pasa cuando el eje de la vida queda fijado en una única preocupación: sobrevivir a como dé lugar y pasar por encima de quien haya que pasar para lograrlo. La “turba”, como le llamaban los medios, es el resultado de años y años de miedo, indiferencia y políticas excluyentes, nada más que eso. La violencia, por supuesto, es su lenguaje.

¿De qué se escandalizan las élites políticas y El Mercurio? ¿No están acaso recogiendo lo que durante tantos años han sembrado: el desbordamiento de la ira y la insatisfacción colectiva?

Los pobladores de Dichato, Concepción, Cobquecura y demás zonas afectadas fueron directamente a supermercados y farmacias, lugares donde sabían que podían abastecerse, a la fuerza o como fuera, de lo más básico. Los mismos lugares, vale decir, que han sido denunciados en reiteradas ocasiones por competencia desleal, abusos de precio y ausencia de libertades sindicales para sus trabajadores. Así las cosas, en este universo de pro-actividad donde todo es vendible y transable, ¿no resulta lógico que los consumidores –sujetos sociales a los que antes se les llamaba ciudadanos-, en una especie de ajuste de cuentas, cobraran un poco de la bonanza que ellos mismos han colaborado a crear?

Vuelvo entonces a la misma pregunta: ¿quiénes son y cómo deben comportarse los “verdaderos chilenos”? ¿Se espera de ellos que sean solidarios y pacíficos?, ¿que antepongan el bien colectivo a sus intereses de supervivencia más inmediatos, a pesar de que hace más de treinta años que se les inculca lo contrario? ¿No es esto una obscena y descarada doble moral?

¿Saquear no era acaso la forma más "proactiva" y "agresiva" de conseguir y satisfacer sus necesidades más básicas? ¿No es ese comportamiento consecuente con la lógica del llamado “libre mercado”, ideología que defiende la idea de ser competitivo y agresivo en todas las facetas de la vida? ¿Por qué entonces ese extrañamiento frente al actuar de una masa que simplemente llevaba a la práctica, de la manera más desesperada, tales preceptos? ¿A qué obedece tanto escándalo y sermón moral? ¿Por qué se les llama bárbaros si lo que hicieron fue, en buena parte, llevar a la práctica el know how del capitalismo extremo?

La solidaridad, en Chile y el mundo, se ha ido borrando del discurso y de la praxis: ahora se hace “trabajo en equipo”, pero se hace para cumplir con metas y objetivos, en pos de la productividad y la reproducción del sistema; no se hace para compartir o aprender con el otro.

¿Y qué pasa con el saqueo como práctica institucionalizada? Al saqueo que llevan a cabo las transnacionales se le llama, comúnmente, "desarrollo" o "emprendimiento". ¿Entregar el cobre a empresas privadas y cobrar un impuesto ridículo a cambio no es una forma de saqueo también, al igual que la contaminación de los mares por parte de las salmoneras o el uso indiscriminado de los suelos por parte de las forestales?

El pueblo chileno, en su conjunto, ha sido saqueado una y otra vez, y eso le ha permitido erigirse en modelo y laboratorio del capitalismo extremo. Es el único miembro latinoamericano de la OCDE (organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), suerte de "VIP" de los países llamados desarrollados; sin embargo, de qué le ha valido estar entre los más avanzados si, a la hora de la hora, ha quedado en entredicho su capacidad para ir en ayuda de los más necesitados en las zonas afectadas.

Saqueadores han sido las empresas inmobiliarias que desaparecieron o se declararon en quiebra para evadir sus responsabilidades con cientos de inquilinos que, durante años, han pagado cuotas altísimas para tener su propio apartamento. Saqueadoras, a su vez, son las tres o cuatro familias multimillonarias que el día de la Teletón made in Don Francisco donaron el menudo que les sobró de sus utilidades anuales, esas mismas corporaciones que alistan motores y se afilan los dientes para ir a lucrar con el negocio de la reconstrucción de las zonas arrasadas. En definitiva, era necesario que muriera y desapareciera la cantidad de gente que murió para que, en un abrir y cerrar de ojos, los Luksic, familia dueña de la mitad de Chile –la otra mitad le pertenece al recién investido presidente- sacaran 2.700 millones y lo donaran, sin "interés alguno" y sin arrugar la cara.

Cabe decir, además, que esos “pillos”, esos “salvajes”, esos “otros” de las "turbas" no eran, en su gran mayoría, delincuentes: eran gente común y corriente, profesionales de clase media y sectores trabajadores. Gente cansada y asustada, con necesidades básicas, con miedo, hambre y sed. Lo que se vio en los días posteriores al terremoto fue absolutamente sobrecogedor, porque esos otros, agresivos y desesperados, esa cara sin nombre que nosotros, en Santiago o en cualquier otra parte del mundo, veíamos en la tele, podría, perfectamente, ser cualquiera; de hecho, éramos todos.

Esas “hordas desaforadas” fueron la excusa perfecta para lanzar los milicos a las calles y reforzar en el imaginario colectivo la idea de que la única forma de llamar a la calma es con el “brazo militar”…peligroso mecanismo si se tienen en cuenta los antecedentes de un país como éste, donde el carácter “imprescindible” de las fuerzas armadas es una idea profundamente instalada en la mentalidad del chileno promedio.

A Chile, con este terremoto y el sufrimiento de tantas personas se le ha caído una vez más la careta, el disfraz que pone en duda su “milagro económico". Pienso, con el paso de los días y las réplicas que siguen sacudiendo esta tierra, que es importante vernos reflejados en esos "otros" anónimos de Dichato y Talcahuano.

Chile y Haití… quién lo iba a decir, dos caras de una misma moneda.

domingo, 10 de enero de 2010

brindis pa empezar

Antes de empezar cualquier cosa en este 2010, voy a destapar con uds una latica de cerveza y agradecer profundamente a todos los viajantes que han pasado por acá en algún momento de estos años.

A los que llegaron y no volvieron, a los que llegaron una vez y siguieron pasando, a los que leen y comentan y también a los que no. Todos uds me han ayudado a seguir adelante con este Sur.

Les agradezco mucho el tiempo que se toman para leer los textos, así como sus comentarios y su silencio, su compañía, su buen humor.

Espero que sigamos topándonos en estos rumbos donde son siempre bienvenidos y espero seguir visitándolos en sus bloguerías.

A todos, un abrazo grande de año nuevo.

Salud!
 
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