jueves, 17 de julio de 2008

La piedra cayendo

Una tras otra fueron llegando. No pararon de entrar desde que despuntó el alba hasta que cayó la noche, y el volcán se tapó de bruma y luciérnagas. Fueron llenando la sala con sus voces de aguacero, rezándole misterios al que en vida fue de todas y de ninguna, y que ahora, tranquilito en su caja oscura, inofensivo en su traje entero, les dejaba finalmente el camino abierto.

Era como tirar una piedra en un estanque hondo, con la tranquilidad de verla hundirse para siempre. Como abrir la puerta y barrerlo todo hacia el rincón más luminoso del patio.

No podía faltarle nada; se esmeraron en cada detalle. Comida, flores, fotos, rezos, porque enterrándolo, enterraban domingos y delantales.

Comieron a destajo, tomaron hasta que no quedó ni un pedazo de madrugada colgada en las hamacas del corredor; y al día siguiente, se levantaron, se bañaron y arreglaron, y juntas, en fila india, se fueron al cementerio.

Respiraron tranquilas cuando la caja llegó al fondo, cuando oyeron el ruido seco del cuerpo cayendo en el hueco.

Cerraron los puños al ver que las ondas iban rompiendo el agua.
Era la muerte, finalmente; la muerte y su boca abierta. Entretanto la comida, las moscas en la cocina. La libertad.
 
Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.