jueves, 23 de septiembre de 2010

Veintitantas gradas para las siete

Pa Verito y pa mí

Eso pienso mientras suelto el cadáver de la baranda y lo dejo caer en mi bolsa negra de 70 x 90. Veo al fulano alejarse por la puerta que da hacia el vestíbulo, restregándose las manos muy despacio, y voy dando por un hecho que es él, aunque todavía no tenga suficientes pruebas para demostrarlo.

El olor dulzón de la fruta da vueltas por la escalera y caigo presa en una de esas asociaciones libres, que de libre solamente el nombre. Tengo veinte años menos y me veo sentada frente a esa profesora de voz grave, en la mejor clase que recuerdo haber tenido durante el año en que asistí regularmente a la universidad. ¿Qué relación existe entre ella y la cáscara que ese personaje ahorca todos los días en mi baranda? Ni idea. La cosa es que una me lleva a la otra.

Alguna vez quise ser como ella. Quería tener su misma melena negra y ondulada, su traserote apoteósico y sus collares largos de colores. Deseaba sus carcajadas telúricas y su manera de leer la vida. Pero, la verdad sea dicha, mirándome al espejo del baño mientras me quito el uniforme -ya son las siete y cinco, hace un frío de mierda y solamente quiero irme-, me digo que aunque mi pelo es irremediablemente lacio y jamás podrá llegar a ser ni medianamente parecido a aquel enjambre maravilloso que le coronaba la cabeza, mi trasero, muy por el contrario, pasaría con creces el control de calidad para calificar en el ranking de los más apoteósicos.

Lunes de nuevo. Veintitantas gradas más para que el reloj marque la hora de salida. Desinfectante, cloro, vaivenes de escoba, bolsa negra de 70 x 90: esa soy yo de 9 a 7. Luego de ocho meses puedo decir que voy logrando dominar las minucias de todo esto: los horarios, la calma engañosa de las ventanas entreabiertas, los tumores silenciosos que provocan los ascensores y las manchas microscópicas que no han salido nunca, a pesar de que restriegue el trapo con fuerza y lo sumerja una y otra vez en el agua jabonosa. No hay cloro que valga contra las verdades de este edificio y la masa frenética que lo habita entre semana, ni esponja capaz de borrar el enredo de piernas y tacones que se reflejan en el mármol. Sigo buscando la palabra que pueda describir las 125 oficinas cuidadosamente aspiradas y comprobadamente inservibles que limpiamos cada día, y termino rendida ante la cáscara que se oxida rápidamente en el fondo de mi bolsa negra: esa metáfora tan precisa que describe todo lo que me rodea.

Entretanto, mi principal sospechoso camina hacia el vestíbulo, restregándose las manos con su calma de todos los días. Decido seguirlo a la entrada y aprovecho para darle una repasada al ventanal que da a la calle, hasta que lo veo desaparecer completamente.

Me volteo hacia los ascensores porque justo ahora viene lo bueno, la escena dantesca de todas mis mañanas: se abren las puertas y una horda desenfrenada de lagartijas flacuchentas, resecadas con autobronceador y laxantes, sale disparada, blackberry en mano, hacia la nada de sus deberes cotidianos. Río y barro con calma las bolas de pelo rubio que van quedando luego de la estampida de estrógenos malogrados, y trato de concentrarme en lo mío. Reconozco, sin embargo, que me sigue perturbando ese fulano canoso: uno de los pocos especímenes del edificio que usa las escaleras y no los ascensores, personaje que rompe su rutina dejando en la mía las cáscaras de todo lo que se come. Prometo, en honor a mi profesora y a mí misma, que algún día escribiré una historia sobre él.

Me cargan las del aseo; sobre todo esa rota que me mira a los ojos como si le debiera algo. El típico ejemplo de la rota tirada a gente. La Javi me dice que tenga cuidado, que con hueonas como ésa uno nunca sabe.

No me gusta pasarme rollos; nunca he sido perseguida, pero igual me da lata tener que verle la cara a esta mina todos los días del mundo. Me saca de quicio. El otro día que iba con la Javi para el Starbucks, me la topé de frente y para variar ni se movió. Se quedó bien plantada con su escoba, balanceando ese poto asqueroso de elefanta, dándole patadas a su balde de agua con jabón mientras yo trataba de pasar hacia la entrada. La Javi me dice que le recuerda a su nana, por fea y por india. Ni idea de qué edad podrá tener la peruana ésa: más de treinta, a lo mejor, pero menos de cuarenta. La verdad no importa. Una india más, una menos… ¿qué más da? La Javi casi se muere el día que le conté que había soñado con la rota ésa. Levantó sus ojos verdes del blackberry –cosa rara en ella- y me puso muchísima atención –cosa aún más rara-.

-Hueona, le dije, la hueá fue que soñé que había tenido que bajar por las escaleras de emergencia porque todos los ascensores estaban malos. Iba sola y todo bien, hasta que me la topo casi al llegar al primer piso. La reconocí por ese poto flácido que se balanceaba de un lado al otro. -La huevada asquerosa, me dice la Javi arrugando la cara, ¿cómo alguien puede meterle tanta grasa a un par de nalgas? La cagó, realmente la cagó.
-No sé, hueona, no sé, pero bueno, cachai que la guatona estaba de espaldas, barriendo las escaleras. Tenía una bolsa negra en las manos, como siempre. De repente se da vuelta, me clava sus ojos de loca y me dice que no tenga miedo. ¡¡¡Hueona, yo aterrorizada, porque su voz, no me lo vay a creer, era la voz de mi vieja!!! ¡De la boca de esa peruana rota salía la voz de mi vieja!!!! Puta, la hueá, desde ese día quedé pa la cagá…
-¡¡¡Pero obvio!!! -me dice la Javi con cara de asco-, tení que puro contarle el sueño a tu analista… ese rollo está súper heavy…

Llegamos al Starbucks. Por suerte no había tanta fila. La Javi vuelve a su Blackberry; sólo tiene cabeza para pensar en el gimnasio y en sus dramas con el Benja. Qué lata me da regresar al edificio y ver a la guatona de nuevo ahí parada, persiguiéndome con esos ojos de india loca. Está claro que sacarme el rollo de la peruana me costará varias sesiones con la Maca. El frapucccino tiene un gusto raro pero me lo tomo igual.

Antes de entrar al edificio aspiro a fondo el cigarrillo. -Ya, galla, no la pesquí, me dice la Javi por tercera vez mientras actualiza su estado en el Facebook, pero la hueá es más fuerte que yo y al verla en el fondo del vestíbulo, bamboleándose con su escoba, me comienzan las arcadas y el temblor en las rodillas.
Qué lata esta guatona de mierda, no puede ser que hayai quedado tan pa la cagá por ella y ese sueño; deberíai inventarte algún rollo y hablar con la administración pa que la echen de una… Total, una peruana más, una menos…da lo mismo.

Mi uniforme quedó tirado encima de la silla, manchado por la luz amarillenta que se cuela por las cortinas. Me siento en la mesa de la cocina con un té hirviendo y acomodo la hoja con cuidado. Está tan blanca que da miedo. Cinco minutos… nada. Diez minutos…nada; veinte, cuarenta, una hora. No pasa nada. No logro escribir nada. Suena el despertador. Me quedé dormida encima de la mesa, una vez más. A lo mejor en la noche, cuando regrese. Me abotono la blusa del uniforme, me pongo el abrigo y me engullo un par de tostadas con mantequilla. O a lo mejor mañana. A la salida paso a comprar más papel, no vaya a ser que finalmente se me ocurra cómo empezar el cuento sobre mi personaje de la cáscara y no tenga donde escribirlo.
 
Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.