sábado, 26 de diciembre de 2009

;;;;;;

He sido una boca herrumbrándose de pájaros,
terca,
como las mujeres que se dejan masticar por los charcos
y saben que los talones,
con la lluvia,
terminan siendo más pesados que sus cicatrices.

He llegado hasta aquí por el tiempo
ese gran ojo que mira al día con tristeza.
He sobrevivido porque el miedo,
oscuro y necio,
nos sigue abriendo la puerta,
porque es arrugado y flaco
como el primer día del calendario
y huele a barco que se hunde
a madera.

Sigo estando porque soy torcida como mi espalda
Porque las vértebras y la ausencia son
la raíz de todo lo que escribo.

Amanezco porque me gusta ver la calle desde tu lado de la cama,
porque muchas veces he sido el más absurdo de tus cansancios.

Camino en el sonido de un lunes que se rompe cada lunes
y sigo llegando aunque la vida nuestra
haya muerto cuatro veces colgada en los alambres de una misma mañana.

He sido como el suelo,
el primer migrante de todos.
Se me ha ido la vida esperando que la noche caiga y se reviente,
que su olor quede esparcido
en los cincos dedos de la mano abierta.

Fui silencio de no querer más
pero regresé un día cansada de tragar lluvia en las esquinas
a echarme sola en tu lado de la cama
con el único objetivo de aburrirme a muerte
y descansar la espalda de fronteras rotas.

martes, 22 de diciembre de 2009

chocolatespeso




La foto es de Tzolkyn.

Talca, Chile.

lunes, 7 de diciembre de 2009

"""

Es fácil quedarse
en la misma arruga del espejo,
Levantarse, bañarse,
Llenar de nubes las canoas
abrir el tubo de la pila y escuchar al día hacerse polvo

Andar la cama ronroneante,
colgada como un animal entre las piernas
patearla con ganas
a la pobre
hundirla en el labio rojo de la alcantarilla
y ver los sueños, tercos,
verlos como borran las orillas con esmero.
Buscar latas y barquitos,
donde nunca sube la marea.

no soy la última
tampoco la primera.

Es la calle
o veintitantos almanaques mordisqueándonos la espalda
sin platos sucios
sin mesa, sin boronas.
Se trata de luciérnagas o una lavadora vieja
de nubes grises al otro lado de la puerta.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El malvado y panóptico Señor Feisbuc. Parte II

Había prometido que cuando las musas me arrinconaran nuevamente, y por aquello del sano equilibrio, me referiría a las bondades del Sr. F. Sin embargo mis planes se han visto repentinamente truncados en estos días, debido a bizarros acontecimientos que me obligan, finalmente, a retractarme de tan ingenua y loable iniciativa.

Pocos días después de que colgara en este blog la inofensiva entrada que lleva por título El Malvado y Panóptico Sr. Feisbuc, me topé con la desagradable sorpresa de que en los muros de algunos contactos, e incluso en el mío, aparecían mensajes supuestamente enviados por Laura Flores, o sea Chita, o sea yo, referidos a un tal video de una página llamada Estultissia.com o algo similar.

Dicho de otro modo, el Satánico Señor estiró la mano, escogió a una de sus adiestradas y transgénicas ovejitas de la granja feisbuc, mejor conocida como Farm Ville, y, dueño y señor de los espacios infinitos, la mandó a jaquearme.

Que dicho ataque haya sido planeado en los invisibles headquarters del Sr. F o que haya sido obra de algún díscolo y simpático cibernauta, poco importa; lo cierto es que se me activó la paranoia y cuando eso le pasa a Chita, no hay vuelta de hoja.

CONSIDERANDO, entonces, que el Satánico Sr. Feisbuc:

1. No acepta crítica.
2. Es enemigo del diálogo.
3. Tiene sus mecanismos internos para purgar a la disidencia y por lo tanto es taliniano.
4. No le gustan los focos de subversión.
5. Se parece demasiado a Óscar Arias.

Esta chita ACUERDA:

1. Agarrar sus chuicas, sus fotos, sus “contactos” y ahuecar el ala, para tratar de volver a su pequeña y desconectada vida antes de Feisbuc.
2. Tratar de volver a las formas de socialización anteriores al Muro, al muro de Feisbuc… tomar café o birra con sus compas, escribir cartas o correos, llamar por teléfono aprovechando su recientemente estrenada incursión en la era celular, seguir hablándole a desconocidos en la calle, saludar al pulpero –el último que queda, por cierto-, y recordar a los mejores amigos que se me han ido muriendo con el paso de los años, incluyendo perros y conejo; en fin, todo ese tipo de cosas que enaltecen mi humanidad.

Hasta nunca Sr. Panopticon, muy agradecida por los sanos ratos de esparcimiento.

Una oveja menos en la granja.

martes, 10 de noviembre de 2009

::::

A veces amanece
cuiteada y espléndida.
Otras veces gira con el viento,
y simplemente llora.
Torcida la boca, los ojos abiertos.

Su hipocresía es delgada
adoquinada y nueva.
Tiene parches y grietas
Para sangrarle tiempo a las aceras.

Escupida toda,
Borrada a medias.

Perfecta y desmemoriada
Con sus pedazos de lo que queda.

Despoblada a golpes.
Le mataron los zapateros los tranvías la biblioteca
y quedó renca, como una gran mentira de charcos luminosos
como un puñado de asfalto hirviendo en la retina.

Es la última parada
de las democracias tuertas.
Escaparate rancio donde brillan siempre las mismas muecas,
donde el humo de los buses habla su violencia ronca
de cuartos casinos cartones.
Su violencia es de agua caliente
de cortinas con flores.

Tiene dolarizadas las avenidas
Y parques con sus bancas,
sus fuentes,
sus viejitas tristes.

La violaron entre varios.
Varillas de cemento.
Tiene rótulos largos de diez pisos
No tiene ejército.
Es ella, enjambre de soledades y semáforos
ella toda, sola y hambrienta
y se va borrando poco a poco
luego de cada aguacero.

viernes, 23 de octubre de 2009

El malvado y panóptico Sr. Feisbuc

Desconozco, estimados lectores, cuántos de ustedes, al igual que yo, han caído en las garras del Sr. Feisbuc. En el adictivo y solitario vicio de abrir galletas chinas de la suerte a medianoche o en la compulsión de utilizar las sesudas aplicaciones para saber en qué época debió haber nacido o de qué color tiene el aura.
Ignoro cuántos minutos al día invierte usted, mi estimado cibernauta, en el consumo exacerbado de minutos filosóficos o de cuestionarios que, al mejor y más depurado estilo Cosmo, le indican qué tan bueno es en la cama o a cuál estrella de Hollywood se parece.
Ignoro si han caído ustedes en la trampa de esperar a que Harry Potter y la magia de su Verbo les arreglen el día… si conocen las minucias técnicas de etiquetar y etiquetarse en las fotos de conocidos y no tan conocidos, o si experimentan la anestesiante y compulsiva manía de cambiar su “estado” cada quince minutos, para contarles a sus amigos lo rico que estaba el súchi que acaban de comerse o lo linda que está la playa donde han elegido pasar sus vacaciones para descansar de la oficina y, claro, de la computadora. Mi idea no es satanizar al Sr. F… la verdad no hace falta.

Pequeñas cajas -decía Foucault-, pequeños teatros, donde cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. Así definía el filósofo francés las áreas periféricas al panopticon, ese espacio elevado, imprescindible en las cárceles y reformatorios, desde donde se vigila y controla al otro. Así me siento yo en el Feisbuc, en esa experiencia ambivalente y esquizoide donde me convierto alternativamente en el panóptico que observa y en la periferia observada. Vigilo y soy vigilada. Imagino, además, que puedo controlar lo que observo, siento que tengo el poder de observar la vida de los otros, o al menos ese espacio adulterado de privacidad que cada quien elige exhibir. Vivo anclada a la ilusión de poder controlar la información que tengo expuesta en mi perfil, mientras mato el tiempo enviando sonrisas y tapitas, me adhiero a causas o regalo ovejas a mis vecinos de la ciudad-granja, sin darme cuenta que al hacerlo me voy convirtiendo en una pequeña caja: aislada, observada, constantemente visible y adictivamente atada a esta red social donde creo saberlo todo y sin embargo no sé nada. Consumo y vomito datos, cual galletas chinas y tréboles de la suerte, en una danza compulsiva muy acorde a las mismas leyes del mercado y sus mandatos básicos de correrás, competirás, consumirás y desecharás.

Feisbuc es, en cierta medida, una arquitectura del aislamiento, muy acorde a la vivencia de irnos encerrando en nuestros barrios-ghettos-condominios y, cual borregos sencillos, crucificarnos con sistemas eléctricos y guardas privados. Nos sentimos a salvo en la penumbra de no saber nada del otro. Nos vamos aislando fuera y dentro de la pantalla. No se trata solamente de irnos aislando cada vez más en nuestros temores, sino de aislarnos también en esa narcicista y solitaria experiencia de la sobreexposición. Máquina panóptica. Nuestra sociedad -decía Foucault con justa razón-, no es una sociedad del espectáculo sino de la vigilancia. Yo diría que es una mezcla de ambas: la vigilancia se ha convertido en espectáculo.

El autómata Sr. Feisbuc nos da la posibilidad de convertirnos en el ojo que todo lo mira, nos brinda la orwelliana posibilidad de ser todos los días el Gran Hermano, y nos regala, además, la ilusoria sensación de la cercanía y una cercenada posibilidad de la inmediatez. ¿Qué más se le puede pedir al Siglo XXI?
Acumulación de instantes, acumulación de información: sé dónde están mis amigos, sé lo que comieron, sé cómo se sienten, sé, sé, sé, sé sus fragmentos. Y el tiempo, al igual que la página de inicio, es un vómito de datos donde todo transcurre sin dejar huellas.

Desde que el satánico señor Feisbuc apareció en mi vida, todo ha cambiado; no sólo porque revisar el correo es correr el riesgo de morir aplastada por una avalancha de notificaciones, comentarios, invitaciones a eventos, cadenas de comentarios de conocidos y otro sinnúmero de personajes con quienes nunca he tenido el gusto o disgusto de interactuar, sino porque ahora ya no necesito ver por la ventana para vinear al otro. Nada más rico, sí, que hurgar en la vida del otro. Porque si antes teníamos que correr la cortina y hablar bajito para espiar a los vecinos, ahora, por obra y gracia del señor F, tenemos la plácida dicha de samueliar a nuestro antojo la vida y los muros de todos nuestros contactos. Tenemos nuestro panóptico para vigilarlos a todos sin ser vistos. Tenemos nuestro propio reality show al alcance de un clic, además de un chorro de amigos acumulados en cajitas donde vamos a visitarlos: una linda granja, un mundo feliz.

La posibilidad de ser una mirada sin rostro es absolutamente seductora. Feisbuc es la materialización de una sociedad obsesionada con la ilusión de la inmediatez, alimentada por la soledad de millares de ojos que, apostados por doquier, siempre en vigilia, conforman, como bien señaló Foucault en su momento, una larga red jerarquizada. El Sr. Feisbuc ha llegado para quedarse. Se ha instalado en la cotidianidad de nuestras soledades.

Pero no crean, a pesar de todo lo anterior no soy una fundamentalista anti-feisbuc; no creo que todo sea todo sea perverso en el carelibro… Tengo algunas historias rescatables de mi relación con el malvado y panóptico Sr. F. Lo malo es que, por razones que podrían ser erróneamente asociadas a twitter, repentinamente he caído en cuenta: se me acabó el espacio... y también la inspiración.

sábado, 3 de octubre de 2009

O

Eso me pasa por olvidar los postes
las bancas
por tragarme el humo
sin saber a dónde me llevará la calle.

Si no fuera por este ojo cansado
que sigue buscándole perros a los huesos,
pupila telúrica y desencajada.
Este ojo triste
amotinado
que se dobla contra el resto de mi cara
contra la sombra de una ciudad que tiembla,
gorda y sola
que fuma y desaparece
en la parte más negra del párpado.

Las dos estamos llenas
Las dos estamos tristes
ciudad y yo
de silencio
y cuitas de paloma.

Somos lo que queda de un vestido rojo
En el armario más olvidado del cuarto,
las uñas quebradas,
una mañana de sol con viejitas que lloran
hasta romper de un solo golpe las aceras.

Mi ojo,
es probable,
morirá atropellado
como si fuera una mosca
encima de un tarrito de mermelada,
y se quitará entonces el nombre que le dieron,
como quien se quita un viejo sombrero
irá la sangre llegando al caño
y las ambulancias
todas,
llegarán a los postes
donde él y yo
seguiremos amotinados contra el resto de la cara,
huyendo de esta tarde que
repentinamente
se habrá quedado sin techos.

viernes, 25 de septiembre de 2009

nísperos y tiempo

Han pasado dieciocho años desde la última vez que me subí a un árbol, y veinticinco desde que dije, con la enana sabiduría de los cinco años: "cuando sea grande quiero ser doctora de carros."

Me vi al espejo. Eran las siete en punto de la mañana, hora de salir a caminar. Hora de empezar el martes, a pesar de que hace mucho seguirá siendo lunes en el apartamento que nunca he tenido.

Lunes en la cicatriz del aeropuerto, lunes en mis dos canas nuevas y lunes en el principio de espinilla que se asoma en la punta de mi nariz.

Demasiadas hormigas en mi escritorio; demasiado negras, necias y pequeñas. Lo raro es que siempre recojo las boronas de los textos y de lo que como encima de ellos, pero las cabronas terminan inundándome la mesa y la paciencia.

Tengo la mano llena de lugares a donde nunca iré; tengo la vida llena de cosas importantes: muchos libros que no he leído, un té verde y una joroba que ya no puedo ni quiero disimular. Amanecí demasiado narrativa y mi espalda lo sabe; ya empezó a dolerme.

Cierro la puerta, escondo mi llave en la maceta de la entrada. Son las siete y veinte de la mañana, hora de empezar la caminata y saludar a los vecinos.

Nunca es tarde, pienso, con la enana desesperación de mis treinta años. El árbol del parque ya empezó a llenarse de nísperos, y yo podría, con un poquito de esfuerzo, convencerme de que hoy es martes, convencerme de que hoy, a pesar de tanta hormiga, es perfectamente posible que deje de ser lunes.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Arbor



Mae, ¿querés? –me dijo Silvia.
Diay sí, mop, lléguele –le dije yo.
La tripa estaba nerviosilla, dejémonos de cuentos. Luego de pensarlo bastante durante la semana, finalmente escogí dos textillos. Hacía miles de años que no leía en público, así que andaba un poco herrumbrada y bastante ansiosa. Traté de que no fueran muy largos, como quien dice, para no aburrir demasiado al estimable público. Los otros invitados que iban a leer ese día eran poetas. Uno de ellos era Felipe. Felipe Granados. Así que bueno, fuimos pasando poco a poco, cada quien leyó un par de cositas. La gente respondió tuanis, por dicha. Mi tripa se fue calmando cuando me senté en el banco y empecé a leer. Catarsis absoluta. Cuando terminé me fui a sentar atrás. Felipe, creo, fue el último que leyó ese día. No sé si esto sea cierto, o si lo estoy inventando ahora que todavía está demasiado fresca la imagen de su ataúd saliendo de la iglesia. La cosa es que Felipe leyó. Yo había escuchado hablar sobre él, pero nunca lo había leído, es decir, nunca lo había escuchado leer.

Leyó un par de poemas, creo, ahora no recuerdo, y leyó además un pequeño relato sobre su abuelo, su familia y Cartago. Yo a Felipe no lo conocí como sí pudieron conocerlo sus amigos, sus amigas, sus familiares, su pareja, sus vecinos, sus hijos… todos los amigos que estuvieron hoy en el entierro. No sé cuál era su cerveza preferida, su música preferida, lo que lo hacía sentirse feliz por las mañanas. No sé nada. Yo a Felipe solamente lo escuché leer ese día, ese texto. Y yo a Felipe lo recordaré siempre por ese único texto. No recuerdo con detalle las palabras que usó para decir lo que dijo, pero recuerdo claramente, como si fuera ayer, la sensación tan hijueputamente hermosa que me dejó. Eso es lo que recuerdo y esa es la razón por la que siempre voy a estar agradecida con él. Eso es lo que dejó Felipe en mí: el efecto de un texto. La sensación de que a pesar de tanta mierda, de que a pesar de tantas mierdas, la vida es el instante breve en que un muchacho delgadito se sienta en un banco y empieza a leer unas hojas como quien no quiere la cosa, y todo alrededor se hace nada y a la gente le brillan los ojos, porque no hay remedio: agua tiene que salirle a uno del alma cuando la belleza se asoma de esa forma en la boca de alguien. Agua tiene que salirle al alma cuando uno ve a Felipe Granados irse así. La gente sonríe y él lee; son cinco minutos si acaso. No sé cuál era su cerveza preferida, no sé nada sobre él. Solo ese texto. Es lo único que supe de él.

Gracias, Felipe, por ese día y por el agua que nos sacaste del alma.

lunes, 17 de agosto de 2009

1619



Sangre y tiempo
Ilustrísimo Padre,
Ahí van todos.

Rencos, flacos,
una nube de mosquitos
las barrigas infladas.

Son 400
Talamanca en llamas
400 indios bajando de la montaña

a Cartago llegan,
Padre,
y a la par de la hierba
seguirá creciendo la cizaña.

Arde a lo lejos
Gloria a Dios
Arde Talamanca.

Los ojos clavados en el suelo.
Vergüenza ha de darles,
Oh Señor,
la desnudez,
la desgraciada costumbre
de vivir y dormir
al lado de sus muertos.
Por eso vienen enfermos
y se caen de repente
y mueren de repente
y no lloran ni se quejan
solo caminan
cuesta abajo
ruedan como piedras
y es todo silencio.

Talamanca arde
y Cartago cada vez más cerca.
Algunos se desploman;
no importa, son 400.

lunes, 20 de julio de 2009

Marés


El gato no para de maullar, enroscado en el fondo de la caja de cartón que le sirve de jaula. Yo me hago la loca. Me imagino el cuerpo de Marés, encogido y seco, encima de la cama, y me dan ganas de tirar a su gato por la ventana, justo ahora que vamos pasando frente al cauce oscuro del Mapocho. Hay ríos tristes, pero ninguno como esta cosa gris que parte a Santiago, ninguno como esta cosa que nunca nos terminará de cicatrizar.
Pasaron dos días antes de que se dieran cuenta. Roberto no paraba de maullar, dicen, como ahora. Maulló tanto que la señora del frente fue a tocar la puerta, y al ver que la vieja loca no abría, llamó al conserje, y éste, a Carabineros. Llegaron cuatro horas después.

Si Marés hubiera tenido unas cuantas erres en el apellido; pero era Cayecul Gonzáles, y su apartamento quedaba en el centro, en un barrio de artistas venido a menos, y eso, aquí o allá, cambia radicalmente las cosas. Ya no recuerdo por qué nos enojamos la última vez; creo que fue por un escenógrafo uruguayo, poquito antes del 11. Lo demás es historia. El susodicho, lógicamente, no le dio bola a ninguna, y apenas pudo se fue con su mate, su termo y la flaca de utilería, una rubia escuálida con tetas grandes y cerebro en proceso de extinción. Marés y yo éramos planas como Atacama. Ella, morena y de pelo oscuro, delgada; yo, caderuda y más bajita. Me fui sola a Iquique, el 13, a refundirme en un pueblito minúsculo al borde del mar. Me dediqué al teatro y a esperar. Marés no quiso venir. No me gusta el mar, dijo, me da miedo; además esto se acaba pronto. El conchesumadre no aguanta.
Pero el conchesumadre aguantó, y el mismo 13, se la llevaron al Estadio.

Luego de eso, le perdí el rastro por completo; sin embargo Marés, necia y acostumbrada a sobrevivir, regresó un buen día, para consuelo de Roberto, el gato-estatua que la esperó pacientemente, inquebrantable en sus maullidos, enloqueciendo de hambre y soledad al lado de un plato vacío. El pobre, desde entonces, se convirtió en un puño de huesos, igual que Marés. Ninguno quería comer. Se dedicaron al cigarro y a olvidar, pero no pudieron. Y yo que pensaba que los gatos… creía que solamente los perros; pero no, los gatos también.

Vamos saliendo poco a poco de Santiago, de esa mole gris que se sacude lentamente del invierno. Un montón de gente agradecida con el viento: eso es Santiago en setiembre. El autobús va tomando velocidad y a mí me empieza a doler el golpe seco del ataúd en las sienes. Siento asco al recordar la cara enrojecida del padre, ese rostro inflado que terminó magistralmente aplastado por la sombra de una araucaria muy vieja, a las tres en punto de la tarde. Los maullidos de Roberto van creciendo, pero da lo mismo: Marés odia el mar y yo que nunca lloro en los entierros. Paladas de tierra negra cayendo sobre la caja. A estas alturas ya no sé si odio más los gatos o las cajas. Me gustaría tirar a Roberto por la ventana, pero es tarde, está hecho un nudo en mis regazos, y el Mapocho quedó atrás, muy lejos ya, abierto y sangrando lo poco que quedaba de este invierno. La vida de Marés comprimida en dos cajas, 70 años bamboleándose en cada curva, y su gato aruñando, golpeándose de un lado a otro. Me alivia ver a Santiago haciéndose nada a lo lejos, detrás de la cordillera que empieza a quedarse sin nieve. Mi vecino de asiento afila la punta de su lápiz y trata de completar el 10 horizontal de su crucigrama: planta originaria del Norte de África, sustantivo, femenino. Marés que odiaba el mar y yo que odio los gatos. Las dos queriendo ser mate y bombilla, o flaca con tetas; pero el uruguayo fue y será lo mismo, y nosotras seguiremos planas como Atacama. La caja negra va hundiéndose en el suelo, con los salmos y los golpes de la pala, el mismo golpe seco, el musgo creciendo, y yo con la vida metida en alguna parte de este vestido espantoso que no me deja respirar. Roberto esperando, estatua de sal, al lado de su plato vacío. Todo estaba listo para empezar a llorar, pero nada, solo polvo en los ojos y la primavera naciéndole flores al cementerio. La ventana se hace pequeña; no puedo quitarme de encima la cara idiota del padre, su voz rugosa de borracho a oscuras, las náuseas. Marés inerte en su caja, igual que Roberto ahora. Marés en su vestido rojo, encogida y tiesa, feliz de morirse con la caja de cigarros recién comprada y un libro a medio leer. No sé porqué, pero Roberto ha parado de maullar y mi vecino de asiento ha reconsiderado seriamente sus intenciones iniciales de clavarme el lápiz en la yugular. Ahora se dedica, resignadamente, a pensar en el Norte de África, en el sustantivo femenino singular que le va a saltar desde algún lugar de la punta de su lengua. Roberto debe estar llorando, encogido y con los huesos saltándole por todas partes. Me lo imagino acurrucado en el fondo de este cartón que hace de jaula y me da pena por él. Odio los gatos; me gustaría quererlo. Voy a darle leche cuando lleguemos, y espero que con eso deje de llorar. Que olvide a Marés y encuentre una gata vieja como él, que se enamoren y vayan a revolcarse en los techos de mis vecinos, como la flaca y el escenógrafo, pero sin termo y sin mate. Qué voy a hacer con las dos cajas. No vamos a caber las tres en mi casa, es muy pequeña. Marés con los ojos demasiado abiertos y su vestido rojo, muriéndose al lado de un gato escuálido y su plato vacío. La tarde empieza a caer, la carretera se hace interminable con este gato-estatua en mis regazos. Mi vecino dejó el crucigrama y se puso a dormir. Roberto lleva más de media hora sin moverse, sin chistar. Cosa rara. No entiendo a los gatos, nunca los voy a entender. Su forma pegajosa de ronronear y resbalarse entre las piernas de la gente. Sus ojos me parecen vacíos y horizontales. Mi compañero ronca y no deja de moverse, parece que finalmente encontró la palabra que le faltaba, en sueños. Despierta, se frota los ojos y toma su lápiz, busca el crucigrama en su maletín, revuelve papeles, bolsas de supermercado, botellas vacías, cajetillas de cigarro, pero nada, el crucigrama ya no está. El crucigrama ya no está. Desapareció. La pobre planta del Norte de África se quedará ahí, eternamente muerta en la punta de su lengua. Qué habrá en las cajas, Roberto, decíme. Qué habrá. Dejá de ser estatua, ya no hay peligro en la yugular, ni lápiz tampoco: se marchitó la planta en el norte de África. Solo estamos vos y yo y la caja de Marés llegando al fondo, mientras la primavera hace huequitos de sol en las paredes del cementerio. Y nos vamos quedando solos en un bus que duerme, a pesar de las dos cajas que se bambolean allá abajo, donde la vida de Marés aguarda, en pedazos, donde toda ella se revuelca del miedo, porque Iquique se acerca, el Estadio se aleja, y el mar la espera, pacientemente, frente a la puerta de mi casa.

jueves, 18 de junio de 2009

El Club de Chile

http://www.semanario.ucr.ac.cr/index.php/mainmenu-opinion/907-el-club-de-chile.html

domingo, 14 de junio de 2009

El último día

Cuando abrí la ventana y puse la bandeja encima de la mesa, la señora Jowell ya se había metido a la ducha. Amaneció gris, como siempre; noviembre es así.
Como la señora no había salido aún, aproveché para correr las cortinas, guardar el abrigo en el armario y colocar el vaso de agua en la bandeja. El cielo, afuera, era casi tan oscuro como la alfombra. Acomodé los diarios en la mesa, al lado de la correspondencia, y esperé a que la señora saliera para servirle la primera taza del día. La semana empezaba siempre igual: el chorro de té cayendo en el fondo blanco de su taza. Llevaba quince años trabajando para ella y sabía que nada en el mundo podría alterar ese rito humeante de cada mañana.

La puerta del baño se abrió y un vapor mezclado con perfume invadió el cuarto por completo. Su perfume era la única cosa que realmente detestaba de ella. Podía soportar cualquier cosa: su mal humor, su hábito de sonar los dientes luego de comer, pero ese hedor de vainilla a las ocho y media de la mañana era mi pasaporte directo al reino de las náuseas. Con la primera arcada estrujándome el estómago, me apuraba a embarrar de mermelada sus tostadas y daba media vuelta para salir corriendo escalera abajo. Una vez a salvo, en la cocina, no pasaban cinco minutos cuando el silencio se quebraba con su Lauraa, Lauraa, las pastillaaaas. Se las dejo siempre al lado de la cucharita, pero nunca las ve, o finge que no las ve.
Aquí están, señora. Sí, Laura, gracias, no las había visto, pensé que se te había olvidado. No señora, siempre se las dejo ahí, no se le olvide. Sí, sí, perdona, ya sabes como soy… con los años me pongo peor. Con gusto, señora, no se preocupe. ¿Necesita algo más? No, muchas gracias. Pregúntele a María si tiene todo para el almuerzo y si falta algo, que Andrés lo traiga, pero que vaya ya, no quiero atrasos. Sí señora, yo le digo, no se preocupe, con permiso.

Bajé las escaleras una vez más, tratando de deshacerme de la pestilencia dulce que me perseguía. Cuando pasé por el ventanal del salón, comprobé que el día, definitivamente, seguiría siendo gris como la alfombra.
Hoy, como todos los lunes, habría almuerzo a las 14 hrs. Pavo en salsa de hierbas, creo, era el menú. Mi mañana transcurriría entre idas y venidas a la cava, arreglar la mesa, lavar vajilla, y ayudar a María con el postre. La señora Jowell, entretanto, tendría que idear una nueva estrategia para sacar a los gitanos de Hackney, al este de la ciudad. Llevaba tres meses intentándolo, en vano, y el Primer Ministro empezaba a indisponerse con el tema. Había llamado varias veces a la casa para decirle que, a como fuera, debía aligerar el proceso. La señora Jowell, una vez que colgaba con él, me pedía que le trajera el cenicero y se fumaba una cajetilla entera hasta quedar sepultada bajo una gruesa capa de tabaco. El resto de la tarde, lógicamente, era de mucha tos y mal humor.
A las 14 hrs en punto, los señores empezaron a llegar, uno a uno, mientras María y yo corríamos con los últimos detalles del almuerzo.

A las 15 hrs 30, pidieron el café. Llevé las bandejas y las coloqué en la sala contigua. Cerraron la puerta y aproveché para almorzar y luego dar una vuelta por el jardín trasero. Hacía frío. La casa de ladrillo era imponente, con amplios jardines y ventanales enormes. La señora Jowell tenía buen gusto para todo, excepto, claro, para su perfume. Sentada debajo del cerezo, aproveché para charlar un rato con los muchachos, que esperaban en las cocheras del fondo y aprovechaban el descanso para fumar un poco.
A las 16 hrs con 45, tuvimos que parar el chismorreo, porque los invitados salieron al vestíbulo para despedirse. Los muchachos apagaron sus cigarros y yo volví a la casa. La tarde pasó rápido. Ayudé a María con la vajilla, luego el té, la novela y más tarde, la cena de la señora, sus pastillas, el cenicero.

A la mañana siguiente, cuando abrí la ventana y puse la bandeja encima de la mesa, la Sra. Jowell ya se había metido a la ducha. Amaneció gris, nuevamente; noviembre es así. Como la señora no había salido aún, aproveché para correr las cortinas, guardar el abrigo en el armario y colocar el vaso de agua en la bandeja. El cielo, afuera, se ponía cada vez más oscuro que la alfombra.
Acomodé los diarios en la mesa, al lado de la correspondencia, y esperé a que la señora saliera para servirle la primera taza del día. El martes empezó igual que el lunes, con el chorro de té negro cayendo en el fondo blanco de su taza.
Los meses transcurrieron normalmente y, así, todo el invierno en su orden imperturbable: baño, vapor, vainilla, arcadas, mermelada en las tostadas. Las semanas como ríos de costumbre. Sin embargo, un jueves, lo recuerdo claramente, la rutina se quebró: mi patrona y su equipo lograron, después de muchos tropiezos y enfrentamientos, desalojar a los gitanos de Hackney. El Primer Ministro llamó a la señora para felicitarla. Celebraron en la casa, hasta bien entrada la madrugada. El barrio estaba limpio, al fin, y todo listo para los Juegos.

Terminada la fiesta, lo de siempre: limpiar, lavar, secar, guardar la cristalería, buscar el cenicero, llevarle la cajetilla.
Pasaron los meses, el curso normal en el caserón de ladrillos, hasta que un miércoles, muy temprano, la casa se estremeció por completo.

Entré al cuarto, que apestaba a vainilla, como siempre, y me topé de frente con el sonido áspero de la taza blanca reventándose en el suelo. La señora Jowell, pálida, miraba la primera plana de su diario predilecto. Semi-inconsciente, había caído de su silla y yacía inerte, crucificada en su alfombra oscura. Tuvimos que llamar a los paramédicos. La sacaron en camilla. Como loca, me puse a juntar sus cosas en una maleta, tapándome la boca por las arcadas que me provocaba el olorcillo dulzón que flotaba en su cuarto. En el suelo, manchado de té, estaba el periódico.

Lo cerré, colocándolo encima de la mesita de noche, y corrí a ver por la ventana. Anudé las cortinas, temblando. A lo lejos, la ambulancia se hacía pequeña en el horizonte, y casi pegando al final de la propiedad, se alzaban las manchas de colores, minúsculas. Ese día, cosa rara, el sol brillaba en lo alto del cielo. Las manchas, claro, eran las carpas. Había humo de fogatas y un ruido creciente de gritos y guitarras. Los gitanos expulsados habían comprado, entre todos, el terreno que la señora Jowell tenía en venta, muy cerca de su caserón de ladrillos; y ese día, justamente, empezaban a instalarse.

Me dio tristeza por la señora, claro, quince años son quince años, pero en el fondo estaba agradecida con los gitanos: me estaban liberando, quizás para siempre, del tufo asfixiante de mi propia rutina.

viernes, 5 de junio de 2009

Asfalto de no saber

La calle,
espalda rota con esquinas,
asfalto de no saber adónde va la tarde cuando llega.
Invierno, todo,
acurrucado invierno en el hocico de un perro.

Y los caños,
ojos abiertos a la costumbre
de tanta espalda rompiéndose en las aceras.

Los caños, ojos abiertos
donde ya no cabe el tiempo en tanto aguacero.

Sabe la muerte a misa de cinco
huele a señoras absueltas que tropiezan,
que tropiezan siempre
con el hocico abierto del mismo perro.
El aguacero les llena los ojos de asfalto,
y las várices, empapadas,
empiezan a dolerles como aceras.

Azules los caños que se quiebran en las uñas,
asfalto de no saber adónde va la tarde cuando llega,
aunque sea siempre al mismo perro y a su espalda rota.

sábado, 30 de mayo de 2009

Al principio del gato

horizontalmente
siempre

esa cosa del incienso
que sucede en las iglesias
la presencia de lo ido
el adiós hecho silencio

Todo tieso
a imagen y semejanza
Detenido todo

Lo incierto de doblar las rodillas en un grito,
las estacas de lluvia
en la espalda encorvada de mi abuela

Sentir cómo la muerte concluye y empieza
en el marco desvencijado de una puerta
donde un gato sale y maúlla

justo ahí donde dicen que empieza
el reino de dios
el paraíso luminoso de la culpa

De dios al gato, del gato adiós

Horizontal mi abuela.
Seca y triste
su pierna tullida
Ahogada, ella, para siempre,
en la inmovilidad de la tarde.

Un avemaría torcido
suena a lo lejos,
suena, rebota y se estrella
la infancia de mangos dulces a la orilla del río


Así
Horizontal
Ocurre siempre la muerte.

Nadie la ve venir
pero llega siempre,
al final de la puerta
o al principio del gato

miércoles, 13 de mayo de 2009

De clubes y suizas centroamericanas

http://www.semanario.ucr.ac.cr/index.php/mainmenu-opinion/726-de-clubes-y-suizas-centroamericanas.html

martes, 7 de abril de 2009

Puede ser que de tu lado signifique eso

De nada, de nada sirvieron…Los libros del barbón en la biblioteca; el salpullido que le salía a mi papá cuando le hablaban de iglesia, padres, monjas o papas; de nada el colegio francés y su pedagogía de racionalismo ilustrado: tizazos a escasos centímetros de la cabeza o inmersión patas arriba en el basurero; de nada las disertaciones que me costaron sangre, sudor y lágrimas; de nada las borracheras y el noviecillo de quinto año: yo quería ser monja y nada más.

Y lo hice, a pesar del cataclismo, a pesar de Marx, la vajilla de mi abuela y el salpullido de mi papá.

Además de las razones clásicas -la vocación, el llamado, Dios-, me hice monja por una razón casi tan irracional como la fe: me gustaba caminar y toda la vida había visto que ellas, las Monjas, andaban para arriba y para abajo, viajando de congregación en congregación. Las veía siempre con su carita lavada, su velo largo protegiéndolas del viento, felizmente liberadas de tacones altos y maquillajes. Así que esta razón, banal y piadosa, fue la que terminó de definirme la vocación.

Pasado el cisma y recogidos los pedazos de vajilla de mi abuela, que volaron por los aires cuando hice el anuncio, un domingo por la tarde, me dediqué a lo que más quería: hacerme monja y caminar.

Montañas, avenidas, valles, montes, bosques, barrios, ríos, ciudades, callejuelas, mercados, aeropuertos, autopistas, tugurios, plazas. Caminé y caminé y caminé, y me di cuenta que a pesar de nuestras grandes diferencias, mi papá me había heredado su alergia por algunos padres, algunos papas y algunas colegas. Era inevitable, lo llevaba en la sangre, y cada vez que los veía o los escuchaba hablar, me agarraba una rasquiña insoportable.
Salpullido me daba también cuando ponía una pata fuera del convento y me la topaba a ella, la muchachilla de siempre, mi Oliveira balanceándose al otro lado de la tabla de madera, mi doppelgänger montándose en el bus, dando vuelta por la esquina, bajándose de un taxi, sentándose en una banca, llamando en el teléfono público, tomándose un café, haciendo fila, saliendo del cine, entrando a un parqueo. Era como un mal pensamiento, que sale cuando quiere y desaparece así como llega, sin previo aviso. Era la vida que yo había elegido no vivir, la vajilla de mi abuela quebrándose mil veces en esa tarde de domingo.

Era tanta la cosa, la obsesión, que decidí hacerme de un cuaderno donde anotaba, uno a uno, los encuentros. Día, hora, lugar, estado anímico, temperatura aproximada, testigos.

Ese viernes de aguacero torrencial, la vi salir disparada al otro lado de la calle. El semáforo se puso en rojo. Éramos ella y yo una vez más, una en cada esquina. Ya no importaba el aguacero, ni la presa ni la gente; nada importaba: éramos ella y yo de nuevo, ella deleitándose con su monjicidio mental, y yo subiéndome los ruedos para patear esa maldita coincidencia de todos los días. Cada una colocándose los guantes, listas para el cuadrilátero de viernes por la tarde en esa esquina empapada. Todo, absolutamente todo estaba escrito en ese baldazo de mayo, en esa presa interminable de viernes por la tarde…
El semáforo que cambia de color, yo que cruzo y ella que se resbala. Ella que me ve, odiándome más que nunca, más que todos los días juntos desde que yo soy yo y desde que ella es ella, desde que somos la misma furia en el espejo. Me putea, como de costumbre, pero esta vez es diferente. Vuela hacia el suelo, vuelan su enagua negra y sus zapatitos de tacón alto, vuela toda ella hacia el suelo, su cara de miedo, mi hábito de verla, su hábito de odiarme. Todo empieza a quebrarse.
Nada puede interrumpir lo sublime de verla caer. La extraña belleza de verla indefensa ante la gravedad. Sin embargo hubo un dolor pequeño primero, una punzada imperceptible en la boca del estómago, la lluvia, los pitos, los goterones golpeándome la cabeza, y una mano estirándose al otro lado de la tabla de madera, estirándose hasta alcanzarla, hasta sujetarla fuerte de la muñeca, salvándola de caer desparramada, al fin y al cabo la mentira en el espejo no podía durarnos más que ese instante.

lunes, 23 de febrero de 2009

Don Chito

miércoles, 18 de febrero de 2009

Principios monjiles de la paranoia

A algunas personas las persigue la mala suerte; a otras, la buena. A mí, las monjas.
Así es desde que tengo memoria, y no creo, sinceramente, que la cosa vaya a cambiar mucho. Al menos eso es lo que me dicen, cada uno a su modo, mi sentido común, mi Historia de Vida, y mi horóscopo de la Extra.

1. Ellas, las Monjas

Nunca van solas. Siempre andan en pareja o en trío, con sus zapatitos bajos de suela de goma, su monedero de cuero en la mano, su cara lavada y sus bigotitos incipientes como cogollitos en verano. Sonrientes o malencaradas, gorditas y sobre-alimentadas, flacuchas o desaliñadas, me las topo, religiosamente, en todo lado: en lugares monjísticos por naturaleza, donde son parte intrínseca del paisaje –las esquinas de la Dolorosa, las calles aledañas al María Auxiliadora, los teléfonos públicos cercanos a la Catedral, o bien, en días naturalmente creados para que anden sueltas en las calles, a saber, los domingos de catequesis en mi barrio, o los días de procesión en Semana Santa. En esos días y en esos espacios, resultaría absurdo no verlas ahí, apretando el paso con sus zapatitos bajos de suela de goma y sus bigotitos incipientes de cogollito en flor. Pero así como me las topo en su ecosistema monjil, en su perímetro lógico, me las topo en lugares curiosamente adversos a la praxis monjística.
En ambos contextos, confieso, mi reacción es siempre la misma: “Jueputas monjas que me salen hasta en la sopa”.
Su rol en mi vida, absolutamente misterioso en un principio, me fue revelado un día de invierno, a la salida del trabajo.
Yo era, hasta ese momento, una abnegada transcriptora de actas en un banco público. Era una obrera tecleadora devota y obediente. Ese día, recuerdo con vívida emoción, bajé los siete pisos hasta llegar a la planta baja. Andaba, como todos los viernes, con ganas de salir corriendo a descansar los brazos, que por tanta abnegación tecleadora, empezaban a llenarse de dolores y problemas de túnel carpal. Ese día, cosa rara, me había puesto enagua y zapatitos de tacón, que aunque eran bajitos, eran de tacón al fin y al cabo. Mi atuendo era sobrio: enagua negra y blusa blanca.
Ahora que lo pienso, con la tranquilidad y la tiesa objetividad que da el tiempo, mi ropa de ese día era paradójicamente similar a la de Ellas.
Yo iba disparada para afuera cuando empezó a gotear. Típica lluvia de octubre, que empieza como un pelito de gato inofensivo pero termina con San Pedro poniéndole empeño a la mudanza de chunches y relámpagos. Metros cúbicos de cielo desparramándose por los caños, remolinos de basura y viento azotando las aceras, presas de gente empapada, carros empapados, buses empapados. Luchas campales de paraguas, rodillas, brazos, sombrillas, bultos, bolsas de manigueta, mandados, pollos fritos y chiquillos limpiándose los mocos en las mangas del suéter. Yo era una más en la calle, tratando de llegar a mi destino, a mi Cerveza. Ellas, las monjas de ese día, hacían lo propio, tratando de llegar a su destino en medio de ese caos pluvial de viernes por la tarde.
Y pasó que las vi venir…y pasó que pensé lo de siempre…: “Jueputas monjas que me salen hasta en la sopa”, y no más diciendo esto, me hundo en un charco, me fallan los zapatitos negros que nunca me pongo, me resbalo, me empiezo a hundir en el pánico de ver que voy volando hacia un sonoro y acuático culazo, mientras veo a las Monjas acercándose por el flanco izquierdo, tranquilas, gozosas, ensuetadas, con sus bigotitos húmedos de lluvia tropical, mientras tanto, yo sigo alzando vuelo en plena avenida segunda, y la realidad josefina de goterones, relámpagos, pitos y humo, me va cayendo en el alma como un balde de agua fría. Yo abriendo la boca y del alma saliéndome un doble hijueputazo, uno por la caída y otro por las Monjas; desgarrada en la certeza del golpe que vendrá, el sopapazo húmedo y los calzones al viento, el ridículo lluvioso para cerrar con broche de oro mi semana de transcriptora abnegada, el señor del chinamo listo para el espectáculo.

Cierro los ojos y me dejo ir al vacío, resignada a caer de una vez por todas en el fondo del charco que me recibirá con los brazos abiertos, pero cuando todo mi peso sucumbe ante las leyes de la gravedad, ocurre el Milagro: una mano caliente y gruesa me agarra con una fuerza descomunal e inconmensurable. No puedo creer que algo sea capaz de detener, en ese preciso y fatídico momento, la catástrofe inminente de mi caída.
Abro los ojos con asombro, y veo los dedos de una de Ellas, sus dedos gruesos aferrados a mi muñeca, salvándome de la catástrofe. Miro sus bigotitos tensos tratando de evitar lo inevitable, su monedero de cuero cayendo en el suelo, los zapatitos de suela de goma aferrados a su tarea de evitar mi caída, las monedas para los pases desparramándose en el suelo.
Yo, temblando, abro los ojos en cuestión de segundos, y con asombro observo que se ha ido, que la Monja Salvadora no está por ningún lado. En un abrir y cerrar de ojos la he perdido de vista. El señor del chinamo me mira con asombro, no sin cierta nostalgia por ver truncado el espectáculo. Entretanto, mi Monja Voladora desaparece entre la multitud sin dejar rastro alguno, solo la marca de sus dedos gruesos en mi piel, el calorcito de su mano evitando mi caída, y para delicia de los transeúntes, un montón de monedas de quinientos en el suelo. El recuerdo de su voz retumba en mis oídos: “Tenga cuidado, m’hijita, que pa’ la próxima quién sabe si alguien le salva la tanda.” Y en voz más baja, como queriendo que yo no la oyera: “Qué vueltas las de la Vida, muchachas, ésta es la chiquilla que les contaba yo el otro día, la que me tiene hasta la coronilla porque me sale hasta en la sopa.”

Desde entonces, sobra decirlo, mi aversión por las monjas ha decrecido considerablemente.
 
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