jueves, 27 de marzo de 2008

De carabineros y ternuras

Increíble pensar que ahí, en plena Alameda y a las diez de la mañana, pudiera desatarse semejante espectáculo de caos y ternura.

Primero fue uno, que saltó desde no sé dónde y pasó corriendo al otro lado de la calle. A mí me dio cosa preguntarle al señor que iba caminando a mi lado si había visto al bichito saltar de un lado a otro; y de tanto dudar si preguntarle o no, el bendito señor se adelantó entre la masa de gente apurada hasta que lo perdí por completo y ya no tuve chance de decirle ni pío. Me quedé con la pregunta embarrada en la boca, vestida y alborotada.

Traté de no darme pelota, como hago siempre cuando las preguntas se me quedan pegadas en la garganta, pero pasó que luego, cuando estaba concentrándome en capear el maletín con patas que venía reventado la acera con sus tacones de aguja, vi otro –esta vez negro con blanco-, que pasó corriendo entre las piernas de dos señoras que estaban haciendo fila en la entrada del banco.

A diferencia del primero, noté que las dos mujeres lo señalaban y se volvían a ver, incrédulas, al tiempo que reían nerviosamente. Me acerqué a ellas para no sentirme sola en la alucinación, absolutamente necesitada de compartir con alguien más esa fuga inverosímil de pelitos blancos corriendo hacia la entrada del metro, pero justo cuando iba a acercarme para dar testimonio de lo que había visto –un par de orejas largas saltando hacia abajo-, aparecieron cuatro más de no sé dónde, y luego otros seis, todos blancos, pequeños, peludos y simpáticos. Pero la cosa no terminaba ahí, pues los negros -hasta ese momento eran siete en total-, dieron tres saltos, sincronizadamente, hasta instalarse definitivamente en los pies, es decir, en las botas de un grupo de carabineros.

Ya para entonces todo el mundo andaba con su conejito a cuestas: señoras, viejitos, estudiantes, ejecutivos, amas de casa, obreros, monjitas, secretarias, niños, abuelos, taxistas, y vendedores ambulantes; todos nos abandonábamos a la invasión repentina de traseros peludos y los acariciábamos e intercambiábamos sin ningún tipo de inhibición. Quizás por eso nos quedamos mudos observando la extraña escena de los siete conejitos negros: por un lado ellos, con sus patas largas y acolchonadas, y del otro los carabineros, con sus ceños fruncidos y las manos temblorosas apoyadas en sus armas de reglamento.

De repente la avenida quedó completamente paralizada, solamente se veía el movimiento suave de miles de manos acariciando las orejas puntiagudas de los conejos, una especie de coreografía improvisada en donde miles de rostros se convertían en testigos de cómo una legión de conejos doblegaba con sus rabitos acolchonados a las Fuerzas del Orden.

Se miraron a los ojos, conejos y carabineros: los primeros estiraron las patas traseras mientras los segundos estiraron los dedos, acorralados en la indecisión de no saber si debían llamar refuerzos para controlar el caos desatado por ese ejército de animales pequeños, o si simplemente debían abandonarse a la ternura, como el resto de los que pasábamos por ahí.

La gente se agolpaba para no perder detalle de ese duelo inverosímil, y toda la Alameda, toda, se llenó de manos sudorosas, bocas abiertas y ojos brillantes.
Todos fuimos testigos de cómo los carabineros, por primera vez en muchísimos años, se sintieron completamente indefensos frente a las patitas peludas y las sonrisas de tanta gente. Los pobres se iban poniendo cada vez más torpes, presos en su propia desesperación de no poder disimular que entre tanta tiesura se les podía salir algo parecido a una sonrisa.

Estoy segura de que a todos, incluidos los pobres e indefensos carabineros, ese día nos cambió la cara para siempre.

Ahora, cuando paso por la Alameda, la gente que corre a sus trabajos, como yo, me ve a los ojos sin miedo, y aunque no crucemos palabra, sé que las arrugas que tienen al borde de la boca nacieron ese día en que una legión de patitas peludas nos devolvió la sonrisa que esa avenida nos venía arrebatando desde hace muchos, muchísimos años.

domingo, 23 de marzo de 2008

San te hago

Hay ciudades que se quedan pegadas en la retina; hay otras, como ésta, que rapidito y sin que uno se dé cuenta van metiéndose en los pulmones, donde se quedan pegadas, irremediablemente, como una costra de humo.

Son ciudades en donde tarde o temprano la gente termina estornudando avenidas y polvo, o tosiendo esquinas, semáforos, y sobros de dictadura.

Sin embargo a veces, muy de vez en cuando, sucede que entre la lluvia de maletines negros que arrugan la esperanza, se topa uno con señoras valientes que siguen sonriendo -normalmente venden sopaipillas calientes a la salida del metro-.

Ellas, a pesar de todo, no han perdido esa vieja costumbre de mirar a los ojos.

domingo, 16 de marzo de 2008

Variaciones sobre un mismo Héctor


Cómo explicar que los ojos con los que yo veía a Héctor no eran ni por una pequeña desviación astigmática los mismos ojos con los que lo veía la añeja y respetable población esquelense. Para mí era el gaucho que rescató a la yeguita del riachuelo y me enseñó a montarla con indicaciones escuetas y firmes: tirón hacia la derecha si querés ir a la derecha, tirón a la izquierda si querés ir a la izquierda, patadita fuerte en la panza si querés que camine, jalón firme a las cuerdas si querés que frene, y así por el estilo. Héctor, por razones que explicaré más adelante, se convirtió en un personaje esencial dentro de mi pequeña mitología personal; sin embargo, en la mitología esquelense era esencial por razones diametralmente opuestas, las cuales vine a conocer posteriormente.

Desde mi primera persona de singular, Héctor era el personaje designado por el Gran Orden Cósmico para darme la vuelta más inolvidable de todas las vueltas que he dado en mi vida. Era el artífice, sin saberlo, de un encuentro entre yo la de 29 y yo la de cinco; yo la de ahora y yo la que se tiraba de panza debajo de la mesa de dibujo de sus papás a hacer caballos azules, felices y desproporcionados, caballos que siempre eran montados por chiquitas de cachetes rosados y piernas muy rellenitas.
El tema es que mientras él, montado en su caballo, nos hablaba de la sequía y las rogativas mapuches para pedir lluvia, ganándose su “guita” honradamente, me hacía regresar, sin saberlo, a mi casa en la Urbanización El Cedral, en Cedros de Montes de Oca; me hacía volver a mis pantaloncitos cortos de paño amarillo con lacitos blancos en los costados, lacitos que cuando se jalaban, fruncían la tela y le dejaban a uno las piernas apretaditas como embutidos Cinta Azul.
Él ahí, enfrascado en sus explicaciones y sus anécdotas, sin saber que estaba ayudándome a cerrar el círculo de un sueño viejo como las cordilleras, en el sur de una chacra patagónica de cuyo nombre siempre voy a acordarme.

Así que mientras Héctor nos hablaba de caballos y problemas de pasto, yo sonreía, mareadititica de la felicidad, pues estar encaramada en el lomo de mi yeguita-lágrima, era como reencontrarme con mis pantaloncitos de embutido y cumplir el deseo de estar montada en mi propio Rocinante Azul. Y claro, si a la consumación de un deseo infantil tan viejo como ése le agregamos una pampa inmensa, montañas secas, vaquitas pastando tranquilamente debajo de los árboles, la cosa se iba poniendo todavía más y más idílica.

Héctor seguía ahí, con su bigote tan negro como sus botas, su camisa blanca impecable y su esposa bien callada y guardada en la casa. Con su sentido del humor sarcástico y bien plantado, ensillando el caballo, salvando a la yegua de congelarse en el riachuelo, mientras yo lo miraba atenta, con mis cinco años saliéndose por todos lados y sin poder disimularlo: con tembladera, ganas de saltar y correr, y con las manos metidas en las bolsas del pantalón, para que no se me salieran las mariposas que me cosquilleaban en los dedos. El cuadro era ése más o menos: una cosa absolutamente idílica, romantiquísima, como suele suceder cuando uno ve a la gente con la inocencia renovada de un viaje al sur de cualquier parte. Pero como la vida está llena de volteretas extrañas, resulta que Héctor, mi héroe recién nacido en la pampa argentina, resultó ser un personaje harto conocido en las páginas de sucesos esquelenses o, para decirlo con menos eufemismos, un reconocido exconvicto.

Según lo que vine a saber días después de la cabalgata, mi gaucho patagónico era amante de una mujer que, como suele suceder en estos casos, estaba casada con un hombre extremadamente celoso. Cuenta la historia que luego de dejar a su callada esposa bien guardadita en su casa, cuidando a Tito, el hijo de ambos, ensilló su caballo y se fue a visitar a su amada Dulcinea en una noche de invierno esquelense, invierno que aunque no tuve la oportunidad de experimentar, debe ser bastante digno del muñeco de nieve de cemento que hay en la entrada de Esquel, ése que dice “Bienvenidos” y que está tieso y congelado durante todo el año.

El asunto es que esa noche de invierno, nuestro Héctor, ágil y travieso, se fue a retozar con su amada, aprovechando que el marido celoso, cuyo nombre no fue revelado por las fuentes, estaba en Trevelin, poblado vecino, y no volvería sino hasta dos días después. Vale indicar que el regreso de su rival se complicaba aún más por las inclementes condiciones del tiempo, que según el desprestigiado informe meteorológico del veintiúnico noticiero del canal local, empeorarían con el paso de las horas.
Así que Héctor y su amada, felices porque el clima jugaba a su favor, se dedicaron muy aplicadamente a las artes amatorias patagónicas, mientras al esposo engañado le iban creciendo unos cuernos de venado dignos de portada en la National Geographic. Las horas fueron pasando, pero quiso el Destino que la tormenta mermara repentinamente y que el cuernudo esposo volviera pasada la medianoche, antes de lo previsto. Y entonces ahí se dio el altercado que, según las malas lenguas, llevó a Héctor, el de inmaculada camisa y bigotes negros, a convertirse en el primer asesino de la historia esquelense.

Se dice que el marido, al encontrar a su mujer en los brazos del gaucho, se le tiró encima y empezó a golpearlo con los puños, pero al ver que sus puñetazos no causaban el efecto deseado, tomó un arma blanca que intentó hundir, sin éxito, en el agitado pecho de su oponente.
Héctor y Dulcinea, en pelotas, trataron de aplacar la ira del caballero, pero lejos de hacerlo la encendieron cada vez más, así que luego de puñetazos, forcejeos, empujones, gritos, insultos y mordiscos, el gaucho tomó en sus manos el hacha que había quedado cerca de la puerta y le dio un golpe seco y preciso al cráneo del marido, quien a partir de ese momento y a falta de signos vitales, pasó a ser el difunto esposo de su amada Dulcinea. Se dice que entre los dos tomaron el cadáver, lo envolvieron en unas cobijas de lana de oveja y lo enterraron en el fondo del patio, bajo la nieve. Es preciso aclarar, sin embargo, que este dato es algo que la gendarmería esquelense y los peritos nunca pudieron esclarecer totalmente. El cuerpo del difunto nunca fue hallado, y Dulcinea, por supuesto, siempre guardó silencio.
El gaucho, de todas formas, fue objeto de un proceso largo y penoso, al cabo del cual fue condenado a seis años de cárcel. Sobra decir que durante varios meses fue la comidilla de los 40.000 habitantes de la ciudad, y que su cara fue la primera plana de los dos medios escritos existentes. De ese modo se cumplía, al pie de la letra, aquello de que en pueblo chico, el infierno siempre es grande…
Pero bueno, como no hay escándalo que dure cien años, con el primer robo a mano armada en La Anónima, el veintiúnico supermercado local, el tema del asesinato pasó a mejor vida. Esto, sumado al buen comportamiento del gaucho, hizo que pudiera salir de la cárcel dos años antes de lo establecido.

Y regresó Héctor a la chacra tal y como se había ido, con su camisa blanca y sus bigotes negros muy bien recortados, como si nada. Allí lo esperaba su siempre callada esposa, quien muy devotamente se quedó guardadita en la casa, olvidó lo sucedido y le dio, como siempre, la más tierna de las bienvenidas. La vida siguió su curso, en el mejor de los Esqueles posibles, hasta que un día llegué yo, con mis cinco años a cuestas, a conocer la otra cara de ese mismo Héctor, a quien definitivamente recordaré como el gaucho más simpático de toda la provincia del Chubut, artífice involuntario del encuentro más tierno conmigo misma y mis cinco años.

domingo, 9 de marzo de 2008

La que voy siendo



“Vuelvo al sur, como se vuelve siempre al amor…”


Hablarles en el idioma de sus patas y ver cómo las manchitas que les dibujaba en el lomo iban saltando afuera de sus pieles hasta quedar pegadas en las montañas, convertidas en algo parecido a las flores. Así pasaban los días; mis caballos azules yendo y viniendo por todos los rincones, impacientes y traviesos, relinchando de la sala a la cocina, del patio a la cochera, corriendo desbocados en las páginas del cuaderno que era el sur de este febrero. Latitud que empezaba a los cinco años, tirada en el suelo, con los ojos llenos de viento y noviembre, y un olor muy dulce saliendo del horno, subiendo por la sala en bocanadas lentas, como una nube blanca. Abrazada yo a sus patas, enroscada en el cuaderno de dibujo que era el principio de este viaje al sur del sur. De un lado las fachadas, los esteros, las casas; y del otro, los vientres-salchicha de mis caballos, vientres alargados como sueños, desproporcionados como besos. Era un tiempo de laderas, nubes y saltamontes. Un tiempo de luciérnagas cantando debajo de la mesa.

Cerrar mis ojos de entonces y sentir la Patagonia abierta bajo el sol, balanceándose conmigo sobre el lomo de una yegua rescatada de lo más hondo de una lágrima. Verme agarrada a la montura, feliz como una ola sin destino, acurrucándome despacito debajo de la mesa, una vez más, alargando el cuerpo para abrazar esta tierra seca de maitenes barrigones, siempre verdes, en este viaje que empezó en las patas traviesas de mis caballos azules y sus manchas de colores, en su lenguaje de idas y regresos.

Saber que a miles de kilómetros de aquellos días, la yeguita-lágrima vino a prestarme su lomo para que volviera a ser la que fui, la que voy siendo en el sur más profundo de mi propio corazón.
 
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