Todos los amores empiezan en el Paraíso y van degenerando hasta convertirse en infiernos de mayor o menor intensidad, infiernos simpáticos, calientes y gorditos, pero infiernos al fin y al cabo.
Adana era ancha desde cualquier ángulo, sobre todo en su forma de pensar. Evo era delgadísimo y lo era aún más al lado de Adana. Callado y un poquito jorobado, pausado en el hablar. Sus ojos eran demasiado brillantes, tan brillantes que Adana, a pesar de sus agudísimos problemas de visión, los veía emerger en la pastosa oscuridad del Paraíso.
Esa noche, por cuestiones del destino y de la levadura, salieron juntos por primera vez; digo juntos, porque no sé cuántas veces había salido cada quien por su lado, con la madrugada mordiendo sus talones y una goma delagranputa incubándose en la parte izquierda del estómago, pero ese día –por obra y gracia de la cerveza- tropezaron cerca del baño, quebraron las jarras, le cayeron encima al mesero y rodaron en el suelo llevándose en banda a más de un parroquiano. Dicen que el escándalo fue tan grande que tuvieron que apagar la música, prender las luces y llamar a Serpiente, el gordo de la entrada, para que pusiera orden en ese desastre que anunciaba la incipiente llegada del amor y, claro está, la expulsión definitiva del Paraíso.
Y así, en la curva final de un domingo, en la curva final del sétimo día, ellos encontraron, sin quererlo, la forma más ruidosa y sublime de salirse del Paraíso.
Expulsados como estaban, no les quedó más remedio que rodar las calles en busca de un lugar suficientemente grande para almacenar los lagrimones que botaba Evo por sus ojos. Dice Adana que sus lagrimotas parecían más un jugo de estrellas que un simple llanto de borracho, y ella, enternecida hasta el último recodo de sus ochenta kilos, lo rodeó con sus brazos y lo abrazó como si estuviera condenada a morirse al día siguiente.
Esa noche se lo llevó a dormir a su casa, lo desvistió, lo metió en la cama y lo dejó flotar en el sueño de su borrachera. Roncó a su lado con la confianza que solamente se le puede tener a un desconocido, y soñó que la casa se hundía en un balde repleto de libélulas azules.
Con el primer rayo de sol que embarró de amarillo las sábanas, se quitó la ropa y le hizo el amor como si estuviera condenada a morirse al día siguiente.
Evo lloraba unos lagrimones incandescentes, pero esta vez, según me explicó Adana, eran de felicidad y no de borrachera. El pobre lloró hasta que le dio una sed de los once mil diablos y tuvo que dejar a Adana cobijada en un charco de sudor y correr a la cocina a buscar un vasote de agua que, en menos de lo que canta un gallo, se le volvió a escurrir por los ojos.
El lenguaje de Evo era lacrimal por naturaleza, podía fertilizar un desierto si se concentraba un poquito, era cuestión de tener algo que le activara el recuerdo, y precisamente, eso fue lo que hizo Adana, le activó el recuerdo de algo grande y tibio, algo tan raro que le inundó los ojos de puntitos verdes y le cortó de un tajo la respiración.
Aquella mañana, Adana quedó envuelta en su charco de sudor, embarrada de luz y felicidad. Recordó las libélulas de su sueño, las del balde azul que se tragaba la casa, y se enterneció todavía más, se dio cuenta que se enamoraría de Evo por una razón muy simple: le había recordado que la vida era el sonido del agua corriendo en las canoas, la luz del lunes entrando por la ventana, las boronas del pan encima de las sábanas.
A partir de ese día, la felicidad de Adana empezó a chorrear desde los ojos de Evo y la felicidad de Evo, desde la tibieza que le salía a ella de las manos y de las caderas. Para ellos, alejarse del Paraíso fue como salir de una panza oscura, un útero espumoso y lleno de recuerdos, fue como encontrarse al invierno de golpe, al otro lado de la calle.
Adana me contó que llegó al Paraíso gracias a Serpiente, el mismísimo gordo que dos años después se encargó de echarla. Digamos que Serpiente fue algo así como el artífice involuntario de la historia que estoy contando, y por eso Adana y Evo le están sumamente agradecidos, quizás por eso desde muy pequeña me acostumbraron a decirle Tío Serpiente.
Y fue así como empezaron a habitar el génesis del lunes más intenso de sus vidas y de paso, se embarazaron de mí.
Los achaques empezaron justo después del mediodía. Como era de esperarse, creyeron que era goma y no un espermatozoide de larga cola buscando un ovulito en dónde anclarse a la vida. Y así empecé yo a transcurrir los nueve meses en la panza de Adana, mi mamá, hasta que me tocó llegar al mundo, expulsarme también del Paraíso, con un cargamento de libélulas que ni para qué les cuento, y unas lagrimones torrenciales, igualitos a los de mi papá.
6 comentarios:
qué belleza!!!!!!!!!!
Macizo Mop! Chita Macizo.
Qué texto más cabrón Lau!
Si alguien sabe organizar las ideas, las historias, los mitos y las verdades...esa sos vos. Brava.
y a uds tres.....¿cuántas veces me los han expulsado del Paraíso???
jajaj! A contar se ha dicho!
Adana es una manzana de ochenta kilos que el Tio Serpiente sembro en el Paraiso y luego echo cuando, madura, cayo y se fue rodando por el piso.
Publicar un comentario