Empezó a temblar justo cuando papá se trepó en la silla para colgar la jaula. A pesar de que el temblor duró poco, a mi papá esa colgada de jaula por poquito y le cuesta la vida: en medio de un 7,5 en la escala de Richter cayó al suelo, y en un abrir y cerrar de ojos, tenía una pierna quebrada, la clavícula rota y tres dedos de la mano izquierda hechos pedazos.
Mamá, como siempre, fue quien se hizo cargo del desastre. Barrió las plumas, y con una destreza impresionante, se las ingenió para recoger a mi papá y ponerlo a salvo de los picotazos que le daba el atolondrado animal. Mi papá, como siempre, aguantaba el dolor y se mordía la lengua para que mi mamá y yo no lo viéramos llorar. Y así, mientras mi papá se cagaba en las tres cuartas partes de la Humanidad y en gran parte del Reino Animal; el perico, preso del espanto, se cagaba del susto e intentaba burlar los esfuerzos de mi madre para evitar que sus picotazos destrozaran la cabeza de mi papá; entretanto, yo me quedaba muy quieta en el marco de la puerta, esperando que terminara el temblor y observando, sin querer, el final de mi infancia.
A pesar de que apenas estaba aprendiendo a contar, el sopapazo de mi papá, los revoloteos del perico y la silenciosa abnegación de mi mamá, me hicieron entender que de todos los números que conocía –en ese momento solamente conocía diez- el número tres era el que, ciertamente, le traía más problemas a las personas.
A partir de ese temblor ya nada fue igual en la casa, empezando porque a papá lo enyesaron durante un mes y para él, mi recién llegada mascota dejó de ser un simpático animalito y pasó a ser un hijueputa pajarraco de mierda.
Desde ese día y en honor al percance, el perico fue bautizado con el nombre de Siete punto cinco.
La entrada de Siete en nuestras vidas fue absolutamente telúrica: las réplicas de su llegada continuaron sintiéndose durante años. La verdad es que yo estaba contentísima con la llegada del perico porque vino a llenar un gran vacío en mis cinco años: mis papás no querían hacerme un hermanito y en el barrio donde vivíamos, para colmo de males, había escasez de animales y de niños. Yo era la única persona de cinco años en todo el vecindario y mi vida, hasta ese momento, había sido un poco solitaria.
Mi papá salió del yeso un viernes por la tarde. Llegó a la casa renqueando. Ese día, Siete estaba muy ocupado atrayendo la atención de mi mamá, ella estaba demasiado ocupada atendiéndolo a él, y yo, dadas las circunstancias, estaba muy concentrada ingeniándomelas para hacer que mamá se fijara en mí; en pocas palabras, había demasiadas probabilidades de que ninguno de los tres se diera por enterado del regreso de papá.
Después de un rato, Siete, mamá y yo nos percatamos de que papá estaba en la sala, observándonos en silencio. Mamá lo abrazó y le dio un beso largo en la boca. Yo corrí a abrazarlo también. Papá me alzó y me dio un beso en el cachete. Se veía tranquilo, pero cuando lo vi de cerca, supe que tras las cicatrices de aquella caída y la aparente tranquilidad de su mirada, mi papá ya no era el mismo, su estadía en la hospital lo había convertido en un incipiente asesino de pericos.
Ese viernes empezó la lucha de mi madre por reconciliar al perico con mi papá, la lucha de mi padre por eliminar al perico y la lucha mía por salir ilesa de todo eso. Desgraciadamente, a pesar de los esfuerzos de mamá por lograr un entendimiento entre mi papá y el animal, el daño estaba hecho y, al parecer, no había posibilidades de arreglo entre ellos. Cuanto más odio le profesaba mi papá al animal, más enamorado y posesivo se ponía Siete con mi mamá. Entretanto, yo quedaba cada vez más excluida de ese triángulo de amor-odio que creaba vínculos indisolubles entre mi emplumada mascota y esos dos personajes grandes e incomprensibles que yo quería tanto.
A Siete nadie podía tocarlo, excepto mi mamá; cualquier mano ajena a la de mi madre corría el riesgo de sufrir lesiones irreparables si se acercaba a su jaula. Mi papá lo sabía pero no lograba eludir una inexplicable necesidad de acercársele a Siete. Era tan profundo el odio acumulado durante las horas muertas de su convalecencia, que al regresar a la casa, se dedicó a rondar la jaula del perico para ensayar los más refinados, absurdos e infructuosos intentos de asesinato. Mamá lo sabía y lo dejaba hacer.
Supongo que detrás del aparente amor que le profesaba a mi mascota, lo que más disfrutaba era ver cómo su esposo se enfermaba de celos y estaba absolutamente dispuesto a convertirse en asesino exclusivamente por ella.
Aunque en un inicio no podía entender el odio visceral de mi papá hacia Siete, muy pronto me di cuenta de que en esta historia entre mis padres y el perico, nadie era inocente, ni siquiera yo, que medía menos de un metro y en ese entonces, solamente sabía contar hasta diez.
En otras palabras, papá no era el único que experimentaba arrebatos asesinos; confieso que en varias ocasiones a mí también me dieron ganas de matar: a mi mamá porque me había arrebatado el amor de Siete, a papá por querer matar a mi mascota, a Siete por hacer que mamá se olvidara de mí, a papá por querer tanto a mi mamá y a mi mamá por estar tan enamorada de mi papá.
Poco a poco fui entendiendo que cuanta más atención le brindaba mi mamá al animal, más celoso se ponía mi papá, y cuantos más celos sentía mi papá, más feliz se ponía mi mamá. En pocas palabras, el odio de mi papá por Siete era proporcional a la devoción del perico por mi mamá. Ella, por su lado, gozaba con el sufrimiento de mi papá, y Siete, metido en su jaula y en sus plumas, resultaba ser el más astuto de todos, pues manejaba a su antojo los hilos de nuestra cotidianidad.
Tras múltiples intentos de asesinato que Siete esquivaba sin mayor problema, venían los reclamos de mi madre, pataletas de furia en defensa del pobre perico.
Al escuchar estas cosas, hundida en mi cama, me asombraba la rapidez con que un animal podía mutar de animalito a bicho y pensaba que esta capacidad de mutación no era un rasgo exclusivo de mi pobre perico, ya que mis papás, justo después de pegarse cuatro gritos, se enredaban en un beso larguísimo y desaparecían de mi vista hasta el día siguiente. En medio de todo este desbarajuste de reclamos y celos, a veces corría a refugiarme con Siete. Al principio, me impresionaba ver que el perico dormía plácidamente en medio de los gritos, pero después, con el paso del tiempo, logré hacer lo mismo sin mayores problemas.
Las trifulcas siguieron reproduciéndose con menor o mayor intensidad a través de los años; entretanto, aprendí a leer, escribir, hacer restas, sumas, multiplicaciones y divisiones, y sobre todo, a dejar que mis papás siguieran peleándose y reconciliándose a costillas de mi perico.
Con el paso de los años, papá abandonó sus intentos de asesinato y firmó una especie de acuerdo tácito con mi mamá: ella siguiría consagrándose al cuido de mi mascota y él se esmeraría en dosificar sus reclamos; de este modo, se aseguraban una peleíta de vez en cuando y, claro está, una buena reconciliación.
Desgraciadamente no hay perico que dure cien años y Siete murió cuando yo tenía doce. Amaneció tieso en su jaula, preso de una longevidad esculpida gracias a los gritos de mi papá y a los cuidados amorosos de mi mamá.
-¡¡¡Dios mío!!!, gritó papá, ¡¡¡¡Siete está muerto!!!!!
Ante el grito de alarma, mamá y yo bajamos corriendo las escaleras.
Creo que nunca olvidaremos la cara de papá y, más que todo, sus esfuerzos por contener los lagrimones que recorrieron lentamente su rostro hasta desencajarlo por completo. Mamá, como siempre, fue quien se hizo cargo del desastre. Yo me quedé muy quieta en el marco de la puerta, convencida de que la muerte de Siete, sin lugar a dudas, les costaría el matrimonio.
6 comentarios:
Maeeeeeeeeeeeeee
Qué lindo que te tirés al agua. Me enamoré profundamente de este perico. Animal astuto y maravilloso...
Por ahi espero encontrarmelo mas seguido entre estas paginas.
Un abrazo
A ver cuando brindamos con una 7.5
Luis
Mae, tenía mucho, MUCHO tiempo de no reírme tanto con un cuento, y de no sentirme tan hipnotizado por una lectura. Este cuento me agarró de golpe y no me dejó ni respirar. Casi me ahogo.
Un besote.
Mae, me alegra de que por fin te animaras a mostrarnos algo de tu gran talento. Que si he tenido yo Sietes en mivida, que mejor ni te cuento.
Un beso,
Adri Vega
eso mop!!!
pues, para empezar ya salí como con bofetada, jeje... los niños solos de cinco años que ven el final de su infancia desde el marco de la puerta me pone a pensar...
Yo quiero que venga un gatito a estar con ella, y que la muerte eventual del felino no signifique otra cosa que llenarse las manos.
Es un cuento precioso.
Ey, podés estar segura que voy a estar pasando por acá!
Me parece que ese perico era mas que un perico, y que su muerte fue casi como una profecia de 7,5. Incroyable.
Publicar un comentario