"Curiosamente, de día no puede recordar
con la minuciosidad que le permite la oscuridad. "
Fernando Contreras.
Para abuelito Memo, que era un cuento puro.
Cuando de voy camino, cuando casi, casi llego, paro en seco y me arrepiento. Se me llena la boca de saliva y corro como loco hasta doblar la esquina, con el corazón dándome golpes en el estómago, con el olor de la lluvia anunciando la tarde, y la tarde quebrándose en el aguacero que viene. Siempre igual. Un si me hubiera ido a mejenguear dándome tumbos en la cabeza; encogido en mi camisa empapada y soñando mi gol en el asiento de un bus que, entre parada y parada, termina llevándose mi destino entre las patas.
El trayecto me lo sé de memoria. Me sé la madera de las casas, el ruido seco de la mufla haciendo huecos en el aire, la soledad amarilla de la señora que lee el periódico. Me sé su mano arrugada y tiesa en la boca del delantal, el punto exacto en donde empiezan los ladridos y nacen los perros. La música vieja y la calle pasando lentamente detrás del vidrio, como un caño de agua llovida en donde caen saludos y gotas y viento; y uno que otro hueco nuevo, dependiendo de si el invierno ha llegado o no. Las ojeras de señoras profundas que suben y bajan llenas de bolsas, con chiquitos agarrados a las flores de sus enaguas.
En la décima parada, me levanto y jalo el cordoncito que sirve de timbre. El chófer me ve por el retrovisor y se acomoda los anteojos con la mano izquierda, mientras con la derecha le da un golpe al botón para abrirme la puerta. Sepultados en algún lugar de los ray ban tornasolados, sus ojos agradecen muy sinceramente el hasta luego que le dejo colgado en el aire.
El edificio está al final de una calle retorcida y llena de polvo. Lo pintaron con uno de esos colores chillones, groseros, como al 90% de lo que quedaba en San José.
Cuando voy caminando por el jardín, me encuentro frente a frente el olor a zacate recién cortado, una estaca verde que, suavecito, se me va metiendo en la nariz y luego en la garganta, a donde también me va llegando el aroma clásico de los jueves.
A mi abuelo lo encuentro siempre en el borde de la ventana, con su cuaderno de viaje encima de los regazos, escribiendo y estrenado las palabras que le llevo. Dice que su trabajo desde hoy y hasta que la muerte nos separe es hacerme sufrir con la recolección. -Pero no te preocupés -me dice todos los jueves, ahogado de la risa-, muerto el perro se acaba la rabia. Ya ahorita, cuando quede patitieso en esa cama, se te acaba el castigo de andar buceando entre la gente.
Lo que no sabe el pobre es que tengo cuatrocientas mil historias para vengarme en su funeral. Como ésa de cuando el mar se lo tragó y lo volvió a escupir, enterito.
Yo le digo que ese día la muerte no quería indigestarse y por eso lo mandó de vuelta a la costa, sin quitarle ni siquiera las costras y la lista de malos pensamientos que tenía apuntados en el cuerpo. Mi abuelo se agarra la panza y se ríe como loco, jurándome que es cierto, que el Océano Pacífico lo escupió a la vida pero no le arregló el resto.
Mi abuelo es un tostado. Le encanta esa palabra.
La apuntó desde la primera vez que me la oyó decir, hace ya varios años, y ahora la usa para impresionar a las enfermeras, para convencerlas que no es tan roquillo como piensan. Y le sirve, de veras que le sirve, porque su cuarto siempre está lleno de perfumes y flores y risas: de mujeres. No ves, Javiercito, las vueltas de la vida, ahora resulta que tengo a 15 muchachas vestidas de blanco, sonrientes y dispuestas a acompañarme hasta el final de mis días; jóvenes hermosas que conocen al dedillo la arrugada geografía de mi trasero y las curvas más agudas de mi mal humor. Y todo justo ahora, ahora que estoy más inofensivo que Ronald Reagan con alzheimer. Tu abuela estaría verde de celos, ya me la imagino, viendo tanto estrógeno alrededor de este papazote.
Pero así es la cosa, Javiercito, pan para el que no tiene dientes… digamos que el Señor intuyó que lo mejor era dejarme chimuelo para esas cosas de la carne y regresarme a un estado virginal de cuerpo, mas no de mente, que quede claro; porque mala yerba, usted sabe m’hijito, mala yerba nunca muere, a pesar de las hemorragias.
Le empezaron a dar hace poco. Según él, le queda tan poco tiempo en este lado, que los recuerdos se le quieren venir de un tirón cuando todo está oscuro, las enfermeras se han ido y en el cuarto solo queda una sombra pequeñita de lo que fue el día.
Me imagino una puerta enorme abriéndose y el insomnio de mi abuelo llenándose cada vez más del olor de mi abuela, del pelo largo y negro de mi abuela, mientras la tarde arriando el ganado azul en las montañas, la casa de neblinas, el estero pegajoso de Golfito, los bananales ardiendo a media tarde, los ladridos de Manix a lo lejos, el tren arrastrando las horas, las avenidas, los minutos ruidosos de Santiago, la cordillera enorme, mapuche, Juan Colpi, y las calles abiertas como heridas. La vida entera de mi abuelo bailando en ese cuarto negro de boleros apagados, y mi abuelo vaciado y vuelto a llenar una y mil veces por la ausencia la boca la muerte de mi abuela.
Dice que son hemorragias de pasado, “el concierto barroco de la senilidad”, y me empieza a hablar de catedrales, fugas, motetes y un gordo alemán que tiene un nombre muy raro que nunca he logrado aprenderme.
Ese jueves, como todos desde hace cinco años, tenía que tragarse a la maldita: la sopa de verduras que le daban religiosamente a las cuatro y media de la tarde, y que, según él, era causa indirecta de sus hemorragias nocturnas. El asunto está en esa sopa. Yo no sé qué tiene, pero ese hijueputa caldo de verduras me produce una indigestión en la cabeza, un cortocircuito en la memoria, y entonces se me quiere venir todo el pasado de un solo. Anoche, por ejemplo, estuve baile que baile con tu abuela. Esa cintura preciosa y esas nalguitas apretadas, altaneras. La envidia de todo el barrio. Y la llevé al centro de la pista con la orquesta bien metida en las orejas, a lo lejos, y ella me abrazaba tan fuerte, Javiercito, tan fuerte…los ojos se le estaban inundando de aguaceros, y a mí esas ganas… la música atrás y yo deseándola todita, deseando traérmela para acá, tragármela en un beso largo y apretarle esas nalguitas para quitarme por última vez esta castidad de abuelito desahuciado…Y le dije que sí, Javiercito, de nuevo y para toda la vida, jurando por lo más sagrado “sin enfermeras rebosantes de estrógenos, mi amor”, y Amén, como el talco, pa’ toda la vida. Con ella toda mi vida de nuevo a ojos cerrados. Porque a las mujeres nunca hay que decirles que no; a las mujeres hay que tratarlas suavecito, escucharlas mucho, porque solo así se aflojan y se ponen suavecitas como bollitos recién salidos del horno, listas para meterles un mordisquito en el cuello y luego ir bajando.
Ese día le pregunté si no le daba taco que los recuerdos se le vinieran de un solo. Y me dijo que no, pero que igual le hubiera gustado tener una zaranda, un embudo o un gotero, para meterlos a todos y sacarlos de a poquito, porque después de esas avalanchas queda como perro apaleado y se levanta cansado y gris, con un nudo de agua salada apretándole la garganta. Y va de nuevo, Javiercito, se pone uno a escalar el día para ir llegando despacito a la muerte y viene la maldita con el jueves a cuestas y entonces de nuevo la noche y la hemorragia. Siempre igual.
Yo también tengo un montón de recuerdos y aunque no se me vienen de un solo, como a él, se me alborotan cuando estoy con él, en el borde de su ventana. El que más me regresa es el de las botellas.
Las tapábamos con una lona verde, enorme, y acomodábamos cuidadosamente nuestros traseros, los dos traseros más inocentes de la Quinta Región, encima de las cajas de madera oscura que hacían clin-clin en cada hueco; luego nos poníamos a rezar el padrenuestroqueestásenelcielo a todo pulmón, para que no se quebraran. Abuelo nos ponía parches negros en el ojo izquierdo, que fabricaba con un pedacito de tela que robaba del costurero de la abuela, y nos encaramaba pistolas de plástico en la pretina. Y así, vestidos de piratas, nos íbamos recorriendo la costa, con el sol de mediodía en lo más y mejor, a contrabandear las botellas que le compraba al chino Li en un almacén enorme y oscuro que olía a libros viejos y a humedad.
Cuando llegábamos a donde don Manuel, se bajaba y se quitaba el sombrero. Don Manuel revisaba el cargamento mientras nosotros nos íbamos a perseguir las gallinas negras de enfrente. Entretanto ellos, sentados en la penumbra de la pulpería, se ponían a fumar pipa y a catar la mercancía, no vaya a ser que algún buen samaritano se nos intoxique, decía mi Abuelo, opinión que era firmemente secundada por don Manuel, un mapuche de pocas palabras y un sentido del humor profundo como la Cordillera. Al cabo de un par de horas, cuando se aseguraban de que no habría efectos secundarios para los consumidores, nos montábamos de nuevo en el cajón y directo y sin escalas al puerto, a comprarle un pescado enorme a la abuela, para que no se enojara que no hubiéramos llegado a almorzar.
Y así nos la pasábamos todo el verano, entre botellas contrabandeadas y el clin clin apresurado de las tardes. Pescando locos en los huequitos que dejaban las olas al reventar en la orilla, y escuchando al abuelo contarnos historias de vagones azules que rompían la verdura de los bananales, allá, lejos, en la zona sur.
Y así nos la pasábamos todo el verano, entre botellas contrabandeadas y el clin clin apresurado de las tardes. Pescando locos en los huequitos que dejaban las olas al reventar en la orilla, y escuchando al abuelo contarnos historias de vagones azules que rompían la verdura de los bananales, allá, lejos, en la zona sur.
A veces, sin que las enfermeras se den cuenta, lo ayudo a tomarse la maldita de los jueves, procurando convencerlo de que no es solo eso lo que le produce la hemorragia. Pero abuelo es jupón y no me hace caso. Entonces mejor me limito a traerle las palabras que encuentro en las calles, que pesco en el bus y en las aceras y voy metiendo con cuidado en mi bulto. La materia prima de mis días, dice él, porque se viste de traje, se rasura, se pone sombrero y estrena una distinta cada día. Ésa es su ceremonia.
Pero el siguiente jueves, recuerdo bien, me dijo que la hemorragia lo había dejado hecho leña y no quiso levantarse más. Cuando me di cuenta, el polvo se había tragado su sombrero y sus ojos negros se habían convertido en un puñito de lágrimas secas debajo de las sábanas. Las enfermeras revoloteaban inquietas, sin saber qué hacer, igual que yo, mientras el tiempo corría, implacable, en los caños de febrero. Ya sin fuerzas para el escalar el jueves, abuelo empezó a deshacerse frente a su cuaderno de viaje. La maldita ya no me entra, Javiercito, y anoche me salieron treinta y cinco arrugas nuevas. Me puse a contarlas en el espejo, con tu abuela.
Fue entonces cuando las hemorragias empezaron a inundarlo todo el día, hasta que un jueves, maldito como la sopa de verduras que tanto aborrecía, dejó de apuntar en su cuaderno y murió. Murió.
Y muerto el perro empezó la rabia, mi rabia de tarde vacía al borde de la ventana.
El día que lo enterraron, abrí la botella que tenía escondida debajo de la cama, por aquello de viajar a Chile de vez en cuando, aunque fuera a bordo de una botella, decía él, y me encaramé de nuevo y por última vez en la lona verde de mis diez años, recordando el clin clin de la tarde, el contrabando de botellas bamboleándose bajo mi trasero y la sombra deshilachada de los veranos en el almacén del chino Li. Supe de memoria la calle de piedras en la palma de una mano, la cicatriz abriéndose poco a poco en las arrugas de la cama, en el puñito de lágrimas negras que eran los ojos de mi Abuelo Muerto.
Me tomé un trago a fondo blanco y abrí el cuaderno: ciento veinte páginas; una para estrenar cada día. Empecé a leerlas, con el aguacero amarrado a la ventana y la tristeza flotando en la boca abierta del papel. Y me colgué al cuello de la botella, como se agarra uno a la punta afilada de los gritos, a las patas de la mesa antes de que se quiebre por completo… así me fui resbalando mientras vos, abuelo, seguías dando vueltas en la cintura de una tarde lejana, recorriendo uno a uno los rieles herrumbrados de un tren que caminaba siempre hacia el sur de tu ventana, hacia la pancita húmeda de los bananales, llevándote por ese camino largo que hay detrás de lo que no logran decir las palabras.
Amén por tus cuentos y tus huesos, por las enfermeras de luto que adornan los corredores desde que te fuiste. Amén por el sonido del tren que va arrancándote de aquí, poquito a poco, llevándose tus malos pensamientos y tus carcajadas.
1 comentario:
mae, me dio mucha ternura...
lo único malo es que no pude imaginarme a javiercito. no sé porqué.
me parece una divinura el viejillo.
y aquí, como si me quedara yo también con los recuerdos hemorrágicos.
Abrazos macizos.
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