lunes, 13 de agosto de 2007

Breve. Vida nueva en el sur

La gringa se consumió de cabeza.

Enterró las manos, la nariz, los codos. Lo enterró todo: su enorme cuerpo, fósil viviente de hamburguesas y litros de coca cola, sus noventa y tres kilos de frustración. Todo ese cuerpo gelatinoso y extraordinariamente grande, absorto en la tarea de detectar brotes de terrorismo en el fondo oscuro donde yo había tratado de comprimirlo todo, en vano.
Al finalizar su inmersión –era como ver a un mastodonte buceando en una caja de fósforos-, hizo una mueca que dio por terminado nuestro encuentro, un gesto agrio que revelaba, sin reparos, la inmensa frustración de que yo no fuera la hija bastardita de Osama Bin Laden.
Era impresionante ver a esa mujerona luchando en vano para que su maquillaje no terminara de arruinarse con el diluvio que empezó a bajarle de la frente, haciendo estragos en su uniforme y formando un caminito irreverente que iba marcando el contorno de sus apoteósicas tetas.
La pobre buscaba en las rendijas de mi acento, en los pliegues de mis párpados, en las portadas de mis libros, en mi forma de respirar y de decir yés o nou; pero a pesar de todos sus esfuerzos y su enorme deseo de que fuera yo la ansiada bastardita, yo no era más que yo y mi exceso de equipaje tratando de cruzar el charco.

Ella, pulcramente entrenada, me enseñaba sus colmillos afilados al otro lado de la mesa, mientras su perrito rottweiler, replegado en la retaguardia, esperaba muy quieto y obediente la señal para tirárseme encima. Pero por más que buscó y revolvió entre calzones, abrigos, libros, tarros de Salsa Lizano, medicinas, café, bufandas, guaritos, medias, tapitas, más calzones y más libros, tuvo que aceptar, exhausta y decepcionada, que el contenido de mi maleta no le permitía cumplir con su cuota diaria de terroristas. Y entonces, con la mueca tatuada en el rostro, con la daga del tercer-mundo atravesándole el orgullo, se enderezó poco a poco, temblando de rabia, y me señaló el rótulo de enfrente: ¡Exit!

Respiré hondo y recogí mis cosas a como pude; ahogada de tristeza al ver el cementerio de guaritos estripados que había quedado en el fondo de mi valija nueva. Ni modo, me dije, y seguí caminando hacia la sala de abordaje.
Una vez allí, esperé, esperé y esperé, hasta que la aeromoza anunció que los pasajeros de la fila B debían abordar. Como yo era D, tuve el tiempo suficiente para medio reponerme al atentado que un país sin torres acababa de perpetrar en mi maleta.
Al oír que llamaban a los D, arranqué los pies del suelo, me despedí de la obesidad circundante, kilos de soledad en los ojos de los gringos, y alzando la vista, abordé el avión que me hundió por pura gravedad en el sur de Francia.

Octubre crujía ruidosamente en las aceras, acomodándose en mi espalda como un dolor muy viejo, hasta que el día menos pensado empezó a deshacerse encima de los vendedores que, poco a poco, iban llenando de castañas humeantes las esquinas del Cours Mirabeau.
Doce horas como asistente de español, un cuarto pequeño dónde dormir y muchas horas libres. Así era mi vida cuando el frío empezó a transcurrirme de arriba abajo, de lado a lado; el frío de hace quince mil años anidando en las uñas, escurriéndose por las aberturas más pequeñas de mis veintidós años. Agudo en las orejas, transparente entre los dedos.
Luego llegó diciembre y su olor a crepas con Nutella, las avenidas repletas de luces y de gente, y claro, sentarme a esperar que algo fuera de lo común sucediera en mi pedacito de banca, de cemento en vida.
A lo mejor, las muecas que hacía la gringota a los pasajeros, eran parecidas a las que yo les hacía a los personajes que, ahorcados por sus bufandas, con los ojos desorbitados, subían y bajaban las calles buscando una terraza climatizada para protegerse del frío.
Más de una vez, después de revolver mi vida en esa banca, de darle vueltas, de rodearla y abrazarla, terminaba con ganas de que alguien me viera a los ojos sin motivos, para provocarle sospechas o algo, lo que fuera.

Pero nada. La gente siempre pasaba, apresurada, sin darse cuenta de las muecas que yo les hacía con todo el interés del mundo.
El invierno seguía despedazándose lentamente en las esquinas, mientras yo me agarraba con fuerza a esa vida tan breve, al gesto de abrir curiosamente los ojos y meter las manos en un lugar que deseaba conocer, aunque fuera a pedazos.
Y en ese esfuerzo por encontrar algo, para desgracia mía, me iba pareciendo cada vez más a la gringota, no tanto en términos de carne, sino en eso de andar imaginando cosas raras de la gente.
Ejercitaba mi mente inspeccionando a los peatones y sacando conclusiones a partir del color de sus abrigos, la forma en que arrastraban los pies, o el gesto, casi siempre desinhibido, de rascarse las axilas o meterse el dedo en la nariz, creyendo que nadie los veía. Ciertamente, mis rutinas de observación iban perfeccionándose cada vez más, mientras el tiempo seguía su marcha en la curva de los ojos, en los minutos enterrados debajo de las calles.

Y en ese trajín se me fue escurriendo el contrato de asistente, hasta que, a finales de julio, extrañando a muerte el invierno y doblando las esquinas en busca de castañas muertas, encontré mi banca sobrepoblada de palomas.
Limpié las cuitas a como pude, y me senté por última vez a ver cómo la gente, la misma gente desconocida de siempre, moría a paso lento, ahorcada por el calor. Ni modo, pensé, ésta será mi última sinfonía de cuitas y plumas.

Y efectivamente, en un abrir y cerrar de ojos estábamos de nuevo mi maleta y yo haciendo fila en ese aeropuerto interminable.
Ella y yo, solidaria y orgullosamente unidas frente a esa gringa inmensa que era exactamente igual a la primera: un monumento de carne mal acomodada, una panza en expansión, una oda al consumismo extremo de un país huérfano de torres, en donde cualquier cosa en mi valija valía más que yo.
Sudorosa y agitada, después de revisar mis pertenencias de arriba abajo, se alejó a hablar con un hombre que, supongo yo, era su jefe. Otro gordo hiperbólico y malencarado.

Los vi intercambiar algunas palabras, con tan mala suerte que no escuchaba nada, hasta que la gringa se acercó nuevamente y algo increíble empezó a abrirse paso desde lo más profundo de su uniforme. Algo grande, casi tan grande como ella, tan fuerte que iba reventando una a una las costuras azules que le sostenían las tetas y la respiración.
Al verlo, el hilito de sudor se hizo aguacero en mi pobre espalda machucada por tantas horas de vuelo y, como era de esperarse, pensé lo peor: Esta gringa me va a mandar a la mierda por mi cara y por estar leyendo cosas de Venas Abiertas y América Latina.

Solo alcancé a cerrar los ojos…y ahí empezó el calor a hacerse más y más intenso, y ese olor inolvidablemente espeso penetrando mi nariz.
Cuando los abrí, todo era oscuridad en medio de un silencio que olía a papas fritas
.
La sala era pequeña y yo estaba en el medio, muerta del susto; mientras tanto, ella, insaciable, prendía una lámpara y abría nuevamente mi maleta. Luego de vaciarla por completo, desparramando todos mis libros sobre la mesa, acercó una silla y me vio directo a los ojos, frunciendo el ceño y señalando el texto de Galeano con el dedo índice.
Yo para entonces me había resignado a lo peor y, sin parpadear, me abandonaba en picada al destino manifiesto que se abría como el pico afilado de un águila hambrienta, listo para engullirme en un dos por tres y escupirme, directo y sin escalas, a Guantánamos de todos colores y tamaños.
Se me fue acercando cada vez más, hasta que sentí el peso de su hálito a papitas mal digeridas, una estaca de grasa detrás del cuello. Cerré los ojos nuevamente y, completamente paralizada, sentí un calorcito raro, muy cerquita del oído:

“Galeano es mi favorito escritor, mucho bueno… Yo siempre buscar y buscar en maletas de latinos como usted, buscar por ese libro, ¿Usted vender? ¿Usted, usted vender a mí, please…sin decir nadie, sin decir mi Jefe?”

Quedé como en misa. Muda ante semejante confesión, y no pudiendo hacer más, estiré la mano, temblando, y le entregué a Galeano sin oponer resistencia.
Acto seguido, se me apagaron las luces y me desparramé en el suelo con todas mis horas de vuelo amarradas a la espalda, con mi sinfonía de cuitas y palomas haciendo estragos en la cabeza, y las caras de la gente, las bufandas, el invierno, los adoquines, las hojas secas en el cemento helado de mi banca: todo mi viaje comprimido en un segundo, agolpándose en esa maleta que ya nunca más he vuelto a usar para otra cosa que no sea recordar lo breve que puede ser la vida, y claro, lo inesperadas que pueden ser las gringas en sus aeropuertos.
















































5 comentarios:

Pato dijo...

Que belleza de cuento Laurex...al chile...senti ese hilito de sudor, oli esas papas fritas, me la imagine. Tenes un don de la palabra, segui asi porque quiero seguir leyendo tus cuentos.

Un abrazo
Pato

Silvia Piranesi dijo...

"yo querer galeano"

como ya sabes, con este cuento, me faltó un poco más de octubre.
es q termina uno con ganas de seguir.

nos vemos mi laurich.

macizo dijo...

hola patex y hola silvex, gracias por esta visita y dejarme sus impresiones, siones, se me hace la mamoch...como diría stevie wonder.. entiendo que le falte octubre, al chile, pero octubre es así, nunca alcanza y se acaba cuando uno apenas empieza, terrror
un abrazo para los dos,

Tartaruga dijo...

Completa perfeccion.
abrazo!

macizo dijo...

hola cata!! gracias por venir.vos que sabes tanto de aeropuertos a lo mejor entendes a ese personaje mejor que yo, al chile.
un abrazo

 
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