lunes, 20 de julio de 2009

Marés


El gato no para de maullar, enroscado en el fondo de la caja de cartón que le sirve de jaula. Yo me hago la loca. Me imagino el cuerpo de Marés, encogido y seco, encima de la cama, y me dan ganas de tirar a su gato por la ventana, justo ahora que vamos pasando frente al cauce oscuro del Mapocho. Hay ríos tristes, pero ninguno como esta cosa gris que parte a Santiago, ninguno como esta cosa que nunca nos terminará de cicatrizar.
Pasaron dos días antes de que se dieran cuenta. Roberto no paraba de maullar, dicen, como ahora. Maulló tanto que la señora del frente fue a tocar la puerta, y al ver que la vieja loca no abría, llamó al conserje, y éste, a Carabineros. Llegaron cuatro horas después.

Si Marés hubiera tenido unas cuantas erres en el apellido; pero era Cayecul Gonzáles, y su apartamento quedaba en el centro, en un barrio de artistas venido a menos, y eso, aquí o allá, cambia radicalmente las cosas. Ya no recuerdo por qué nos enojamos la última vez; creo que fue por un escenógrafo uruguayo, poquito antes del 11. Lo demás es historia. El susodicho, lógicamente, no le dio bola a ninguna, y apenas pudo se fue con su mate, su termo y la flaca de utilería, una rubia escuálida con tetas grandes y cerebro en proceso de extinción. Marés y yo éramos planas como Atacama. Ella, morena y de pelo oscuro, delgada; yo, caderuda y más bajita. Me fui sola a Iquique, el 13, a refundirme en un pueblito minúsculo al borde del mar. Me dediqué al teatro y a esperar. Marés no quiso venir. No me gusta el mar, dijo, me da miedo; además esto se acaba pronto. El conchesumadre no aguanta.
Pero el conchesumadre aguantó, y el mismo 13, se la llevaron al Estadio.

Luego de eso, le perdí el rastro por completo; sin embargo Marés, necia y acostumbrada a sobrevivir, regresó un buen día, para consuelo de Roberto, el gato-estatua que la esperó pacientemente, inquebrantable en sus maullidos, enloqueciendo de hambre y soledad al lado de un plato vacío. El pobre, desde entonces, se convirtió en un puño de huesos, igual que Marés. Ninguno quería comer. Se dedicaron al cigarro y a olvidar, pero no pudieron. Y yo que pensaba que los gatos… creía que solamente los perros; pero no, los gatos también.

Vamos saliendo poco a poco de Santiago, de esa mole gris que se sacude lentamente del invierno. Un montón de gente agradecida con el viento: eso es Santiago en setiembre. El autobús va tomando velocidad y a mí me empieza a doler el golpe seco del ataúd en las sienes. Siento asco al recordar la cara enrojecida del padre, ese rostro inflado que terminó magistralmente aplastado por la sombra de una araucaria muy vieja, a las tres en punto de la tarde. Los maullidos de Roberto van creciendo, pero da lo mismo: Marés odia el mar y yo que nunca lloro en los entierros. Paladas de tierra negra cayendo sobre la caja. A estas alturas ya no sé si odio más los gatos o las cajas. Me gustaría tirar a Roberto por la ventana, pero es tarde, está hecho un nudo en mis regazos, y el Mapocho quedó atrás, muy lejos ya, abierto y sangrando lo poco que quedaba de este invierno. La vida de Marés comprimida en dos cajas, 70 años bamboleándose en cada curva, y su gato aruñando, golpeándose de un lado a otro. Me alivia ver a Santiago haciéndose nada a lo lejos, detrás de la cordillera que empieza a quedarse sin nieve. Mi vecino de asiento afila la punta de su lápiz y trata de completar el 10 horizontal de su crucigrama: planta originaria del Norte de África, sustantivo, femenino. Marés que odiaba el mar y yo que odio los gatos. Las dos queriendo ser mate y bombilla, o flaca con tetas; pero el uruguayo fue y será lo mismo, y nosotras seguiremos planas como Atacama. La caja negra va hundiéndose en el suelo, con los salmos y los golpes de la pala, el mismo golpe seco, el musgo creciendo, y yo con la vida metida en alguna parte de este vestido espantoso que no me deja respirar. Roberto esperando, estatua de sal, al lado de su plato vacío. Todo estaba listo para empezar a llorar, pero nada, solo polvo en los ojos y la primavera naciéndole flores al cementerio. La ventana se hace pequeña; no puedo quitarme de encima la cara idiota del padre, su voz rugosa de borracho a oscuras, las náuseas. Marés inerte en su caja, igual que Roberto ahora. Marés en su vestido rojo, encogida y tiesa, feliz de morirse con la caja de cigarros recién comprada y un libro a medio leer. No sé porqué, pero Roberto ha parado de maullar y mi vecino de asiento ha reconsiderado seriamente sus intenciones iniciales de clavarme el lápiz en la yugular. Ahora se dedica, resignadamente, a pensar en el Norte de África, en el sustantivo femenino singular que le va a saltar desde algún lugar de la punta de su lengua. Roberto debe estar llorando, encogido y con los huesos saltándole por todas partes. Me lo imagino acurrucado en el fondo de este cartón que hace de jaula y me da pena por él. Odio los gatos; me gustaría quererlo. Voy a darle leche cuando lleguemos, y espero que con eso deje de llorar. Que olvide a Marés y encuentre una gata vieja como él, que se enamoren y vayan a revolcarse en los techos de mis vecinos, como la flaca y el escenógrafo, pero sin termo y sin mate. Qué voy a hacer con las dos cajas. No vamos a caber las tres en mi casa, es muy pequeña. Marés con los ojos demasiado abiertos y su vestido rojo, muriéndose al lado de un gato escuálido y su plato vacío. La tarde empieza a caer, la carretera se hace interminable con este gato-estatua en mis regazos. Mi vecino dejó el crucigrama y se puso a dormir. Roberto lleva más de media hora sin moverse, sin chistar. Cosa rara. No entiendo a los gatos, nunca los voy a entender. Su forma pegajosa de ronronear y resbalarse entre las piernas de la gente. Sus ojos me parecen vacíos y horizontales. Mi compañero ronca y no deja de moverse, parece que finalmente encontró la palabra que le faltaba, en sueños. Despierta, se frota los ojos y toma su lápiz, busca el crucigrama en su maletín, revuelve papeles, bolsas de supermercado, botellas vacías, cajetillas de cigarro, pero nada, el crucigrama ya no está. El crucigrama ya no está. Desapareció. La pobre planta del Norte de África se quedará ahí, eternamente muerta en la punta de su lengua. Qué habrá en las cajas, Roberto, decíme. Qué habrá. Dejá de ser estatua, ya no hay peligro en la yugular, ni lápiz tampoco: se marchitó la planta en el norte de África. Solo estamos vos y yo y la caja de Marés llegando al fondo, mientras la primavera hace huequitos de sol en las paredes del cementerio. Y nos vamos quedando solos en un bus que duerme, a pesar de las dos cajas que se bambolean allá abajo, donde la vida de Marés aguarda, en pedazos, donde toda ella se revuelca del miedo, porque Iquique se acerca, el Estadio se aleja, y el mar la espera, pacientemente, frente a la puerta de mi casa.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Una de dos, o vos tenés algo especial con los gatos o yo contra las monjas, porque con aquel poema del gato y este relato, me has atrapado, definitivamente, cosa que no sucedía con tus relatos monjiles.

En este, especie de road movie comprimido, todo fluye naturalmente, ocn acertadas imágenes y una especie de ahogo que va creciendo. Hay fuerza y nostalgia, en un logrado monólogo interior.

Saludos.

macizo dijo...

Hola, Asterión... Pues bueno, me alegra saber que los gatos de estos textos crearon efectos de lectura tan bonitos en vos...cosa que las monjas, definitivamente, no. Sepultadas quedaron las pobres.
Ahora, en este "road movie gatuno" es cierto que hay una cosa de angustia que crece con la carretera, y me siento feliz de haberlo podido transmitir o más bien, que lo hayás sentido y leído así.

Gracias nuevamente!

Tartaruga dijo...

me deleito.

macizo dijo...

Hola Tartaruguiña. Como siempre, un deleite pa mí tenerte acá.Saludos y espero que nos veamos en estos días.

Claudio Tercero dijo...

Perdon laurette pero compartí tu cuento-relato en mi caralibro sin previa autorización tuya!

A mí los de las monjas me gustaron bastante!

macizo dijo...

jejej, Claudiño, pero qué atrevimientoooo, jejejeje. Mae, pues gracias de veras por echarme al agua en el carelibro! Qué bueno que te gustaron los relatos monjísticos!

Anónimo dijo...

uy me gusta este rai de cuento. un montón :)

saludo

macizo dijo...

Mopcitaaaa, mae, pues me alegra montones que te haya gustado el raicillo. Gracias por pasar, leer y comentar. Abrazo pa vos

 
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