domingo, 16 de marzo de 2008

Variaciones sobre un mismo Héctor


Cómo explicar que los ojos con los que yo veía a Héctor no eran ni por una pequeña desviación astigmática los mismos ojos con los que lo veía la añeja y respetable población esquelense. Para mí era el gaucho que rescató a la yeguita del riachuelo y me enseñó a montarla con indicaciones escuetas y firmes: tirón hacia la derecha si querés ir a la derecha, tirón a la izquierda si querés ir a la izquierda, patadita fuerte en la panza si querés que camine, jalón firme a las cuerdas si querés que frene, y así por el estilo. Héctor, por razones que explicaré más adelante, se convirtió en un personaje esencial dentro de mi pequeña mitología personal; sin embargo, en la mitología esquelense era esencial por razones diametralmente opuestas, las cuales vine a conocer posteriormente.

Desde mi primera persona de singular, Héctor era el personaje designado por el Gran Orden Cósmico para darme la vuelta más inolvidable de todas las vueltas que he dado en mi vida. Era el artífice, sin saberlo, de un encuentro entre yo la de 29 y yo la de cinco; yo la de ahora y yo la que se tiraba de panza debajo de la mesa de dibujo de sus papás a hacer caballos azules, felices y desproporcionados, caballos que siempre eran montados por chiquitas de cachetes rosados y piernas muy rellenitas.
El tema es que mientras él, montado en su caballo, nos hablaba de la sequía y las rogativas mapuches para pedir lluvia, ganándose su “guita” honradamente, me hacía regresar, sin saberlo, a mi casa en la Urbanización El Cedral, en Cedros de Montes de Oca; me hacía volver a mis pantaloncitos cortos de paño amarillo con lacitos blancos en los costados, lacitos que cuando se jalaban, fruncían la tela y le dejaban a uno las piernas apretaditas como embutidos Cinta Azul.
Él ahí, enfrascado en sus explicaciones y sus anécdotas, sin saber que estaba ayudándome a cerrar el círculo de un sueño viejo como las cordilleras, en el sur de una chacra patagónica de cuyo nombre siempre voy a acordarme.

Así que mientras Héctor nos hablaba de caballos y problemas de pasto, yo sonreía, mareadititica de la felicidad, pues estar encaramada en el lomo de mi yeguita-lágrima, era como reencontrarme con mis pantaloncitos de embutido y cumplir el deseo de estar montada en mi propio Rocinante Azul. Y claro, si a la consumación de un deseo infantil tan viejo como ése le agregamos una pampa inmensa, montañas secas, vaquitas pastando tranquilamente debajo de los árboles, la cosa se iba poniendo todavía más y más idílica.

Héctor seguía ahí, con su bigote tan negro como sus botas, su camisa blanca impecable y su esposa bien callada y guardada en la casa. Con su sentido del humor sarcástico y bien plantado, ensillando el caballo, salvando a la yegua de congelarse en el riachuelo, mientras yo lo miraba atenta, con mis cinco años saliéndose por todos lados y sin poder disimularlo: con tembladera, ganas de saltar y correr, y con las manos metidas en las bolsas del pantalón, para que no se me salieran las mariposas que me cosquilleaban en los dedos. El cuadro era ése más o menos: una cosa absolutamente idílica, romantiquísima, como suele suceder cuando uno ve a la gente con la inocencia renovada de un viaje al sur de cualquier parte. Pero como la vida está llena de volteretas extrañas, resulta que Héctor, mi héroe recién nacido en la pampa argentina, resultó ser un personaje harto conocido en las páginas de sucesos esquelenses o, para decirlo con menos eufemismos, un reconocido exconvicto.

Según lo que vine a saber días después de la cabalgata, mi gaucho patagónico era amante de una mujer que, como suele suceder en estos casos, estaba casada con un hombre extremadamente celoso. Cuenta la historia que luego de dejar a su callada esposa bien guardadita en su casa, cuidando a Tito, el hijo de ambos, ensilló su caballo y se fue a visitar a su amada Dulcinea en una noche de invierno esquelense, invierno que aunque no tuve la oportunidad de experimentar, debe ser bastante digno del muñeco de nieve de cemento que hay en la entrada de Esquel, ése que dice “Bienvenidos” y que está tieso y congelado durante todo el año.

El asunto es que esa noche de invierno, nuestro Héctor, ágil y travieso, se fue a retozar con su amada, aprovechando que el marido celoso, cuyo nombre no fue revelado por las fuentes, estaba en Trevelin, poblado vecino, y no volvería sino hasta dos días después. Vale indicar que el regreso de su rival se complicaba aún más por las inclementes condiciones del tiempo, que según el desprestigiado informe meteorológico del veintiúnico noticiero del canal local, empeorarían con el paso de las horas.
Así que Héctor y su amada, felices porque el clima jugaba a su favor, se dedicaron muy aplicadamente a las artes amatorias patagónicas, mientras al esposo engañado le iban creciendo unos cuernos de venado dignos de portada en la National Geographic. Las horas fueron pasando, pero quiso el Destino que la tormenta mermara repentinamente y que el cuernudo esposo volviera pasada la medianoche, antes de lo previsto. Y entonces ahí se dio el altercado que, según las malas lenguas, llevó a Héctor, el de inmaculada camisa y bigotes negros, a convertirse en el primer asesino de la historia esquelense.

Se dice que el marido, al encontrar a su mujer en los brazos del gaucho, se le tiró encima y empezó a golpearlo con los puños, pero al ver que sus puñetazos no causaban el efecto deseado, tomó un arma blanca que intentó hundir, sin éxito, en el agitado pecho de su oponente.
Héctor y Dulcinea, en pelotas, trataron de aplacar la ira del caballero, pero lejos de hacerlo la encendieron cada vez más, así que luego de puñetazos, forcejeos, empujones, gritos, insultos y mordiscos, el gaucho tomó en sus manos el hacha que había quedado cerca de la puerta y le dio un golpe seco y preciso al cráneo del marido, quien a partir de ese momento y a falta de signos vitales, pasó a ser el difunto esposo de su amada Dulcinea. Se dice que entre los dos tomaron el cadáver, lo envolvieron en unas cobijas de lana de oveja y lo enterraron en el fondo del patio, bajo la nieve. Es preciso aclarar, sin embargo, que este dato es algo que la gendarmería esquelense y los peritos nunca pudieron esclarecer totalmente. El cuerpo del difunto nunca fue hallado, y Dulcinea, por supuesto, siempre guardó silencio.
El gaucho, de todas formas, fue objeto de un proceso largo y penoso, al cabo del cual fue condenado a seis años de cárcel. Sobra decir que durante varios meses fue la comidilla de los 40.000 habitantes de la ciudad, y que su cara fue la primera plana de los dos medios escritos existentes. De ese modo se cumplía, al pie de la letra, aquello de que en pueblo chico, el infierno siempre es grande…
Pero bueno, como no hay escándalo que dure cien años, con el primer robo a mano armada en La Anónima, el veintiúnico supermercado local, el tema del asesinato pasó a mejor vida. Esto, sumado al buen comportamiento del gaucho, hizo que pudiera salir de la cárcel dos años antes de lo establecido.

Y regresó Héctor a la chacra tal y como se había ido, con su camisa blanca y sus bigotes negros muy bien recortados, como si nada. Allí lo esperaba su siempre callada esposa, quien muy devotamente se quedó guardadita en la casa, olvidó lo sucedido y le dio, como siempre, la más tierna de las bienvenidas. La vida siguió su curso, en el mejor de los Esqueles posibles, hasta que un día llegué yo, con mis cinco años a cuestas, a conocer la otra cara de ese mismo Héctor, a quien definitivamente recordaré como el gaucho más simpático de toda la provincia del Chubut, artífice involuntario del encuentro más tierno conmigo misma y mis cinco años.

3 comentarios:

Silvia Piranesi dijo...

MOPPPPPP!!!!!!

q es esta bellezaaaaaaaaaaaaa!!!!!!!!!!!!!

Tartaruga dijo...

"pero..sigo siendo el rey!": eso lo dejas muy claramente establecido! Bravisimo.

Caro dijo...

hay mae....lindisimo! Recien lo lei 2 meses despues de publicado, pero igual estaba fresquito

 
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