miércoles, 18 de febrero de 2009

Principios monjiles de la paranoia

A algunas personas las persigue la mala suerte; a otras, la buena. A mí, las monjas.
Así es desde que tengo memoria, y no creo, sinceramente, que la cosa vaya a cambiar mucho. Al menos eso es lo que me dicen, cada uno a su modo, mi sentido común, mi Historia de Vida, y mi horóscopo de la Extra.

1. Ellas, las Monjas

Nunca van solas. Siempre andan en pareja o en trío, con sus zapatitos bajos de suela de goma, su monedero de cuero en la mano, su cara lavada y sus bigotitos incipientes como cogollitos en verano. Sonrientes o malencaradas, gorditas y sobre-alimentadas, flacuchas o desaliñadas, me las topo, religiosamente, en todo lado: en lugares monjísticos por naturaleza, donde son parte intrínseca del paisaje –las esquinas de la Dolorosa, las calles aledañas al María Auxiliadora, los teléfonos públicos cercanos a la Catedral, o bien, en días naturalmente creados para que anden sueltas en las calles, a saber, los domingos de catequesis en mi barrio, o los días de procesión en Semana Santa. En esos días y en esos espacios, resultaría absurdo no verlas ahí, apretando el paso con sus zapatitos bajos de suela de goma y sus bigotitos incipientes de cogollito en flor. Pero así como me las topo en su ecosistema monjil, en su perímetro lógico, me las topo en lugares curiosamente adversos a la praxis monjística.
En ambos contextos, confieso, mi reacción es siempre la misma: “Jueputas monjas que me salen hasta en la sopa”.
Su rol en mi vida, absolutamente misterioso en un principio, me fue revelado un día de invierno, a la salida del trabajo.
Yo era, hasta ese momento, una abnegada transcriptora de actas en un banco público. Era una obrera tecleadora devota y obediente. Ese día, recuerdo con vívida emoción, bajé los siete pisos hasta llegar a la planta baja. Andaba, como todos los viernes, con ganas de salir corriendo a descansar los brazos, que por tanta abnegación tecleadora, empezaban a llenarse de dolores y problemas de túnel carpal. Ese día, cosa rara, me había puesto enagua y zapatitos de tacón, que aunque eran bajitos, eran de tacón al fin y al cabo. Mi atuendo era sobrio: enagua negra y blusa blanca.
Ahora que lo pienso, con la tranquilidad y la tiesa objetividad que da el tiempo, mi ropa de ese día era paradójicamente similar a la de Ellas.
Yo iba disparada para afuera cuando empezó a gotear. Típica lluvia de octubre, que empieza como un pelito de gato inofensivo pero termina con San Pedro poniéndole empeño a la mudanza de chunches y relámpagos. Metros cúbicos de cielo desparramándose por los caños, remolinos de basura y viento azotando las aceras, presas de gente empapada, carros empapados, buses empapados. Luchas campales de paraguas, rodillas, brazos, sombrillas, bultos, bolsas de manigueta, mandados, pollos fritos y chiquillos limpiándose los mocos en las mangas del suéter. Yo era una más en la calle, tratando de llegar a mi destino, a mi Cerveza. Ellas, las monjas de ese día, hacían lo propio, tratando de llegar a su destino en medio de ese caos pluvial de viernes por la tarde.
Y pasó que las vi venir…y pasó que pensé lo de siempre…: “Jueputas monjas que me salen hasta en la sopa”, y no más diciendo esto, me hundo en un charco, me fallan los zapatitos negros que nunca me pongo, me resbalo, me empiezo a hundir en el pánico de ver que voy volando hacia un sonoro y acuático culazo, mientras veo a las Monjas acercándose por el flanco izquierdo, tranquilas, gozosas, ensuetadas, con sus bigotitos húmedos de lluvia tropical, mientras tanto, yo sigo alzando vuelo en plena avenida segunda, y la realidad josefina de goterones, relámpagos, pitos y humo, me va cayendo en el alma como un balde de agua fría. Yo abriendo la boca y del alma saliéndome un doble hijueputazo, uno por la caída y otro por las Monjas; desgarrada en la certeza del golpe que vendrá, el sopapazo húmedo y los calzones al viento, el ridículo lluvioso para cerrar con broche de oro mi semana de transcriptora abnegada, el señor del chinamo listo para el espectáculo.

Cierro los ojos y me dejo ir al vacío, resignada a caer de una vez por todas en el fondo del charco que me recibirá con los brazos abiertos, pero cuando todo mi peso sucumbe ante las leyes de la gravedad, ocurre el Milagro: una mano caliente y gruesa me agarra con una fuerza descomunal e inconmensurable. No puedo creer que algo sea capaz de detener, en ese preciso y fatídico momento, la catástrofe inminente de mi caída.
Abro los ojos con asombro, y veo los dedos de una de Ellas, sus dedos gruesos aferrados a mi muñeca, salvándome de la catástrofe. Miro sus bigotitos tensos tratando de evitar lo inevitable, su monedero de cuero cayendo en el suelo, los zapatitos de suela de goma aferrados a su tarea de evitar mi caída, las monedas para los pases desparramándose en el suelo.
Yo, temblando, abro los ojos en cuestión de segundos, y con asombro observo que se ha ido, que la Monja Salvadora no está por ningún lado. En un abrir y cerrar de ojos la he perdido de vista. El señor del chinamo me mira con asombro, no sin cierta nostalgia por ver truncado el espectáculo. Entretanto, mi Monja Voladora desaparece entre la multitud sin dejar rastro alguno, solo la marca de sus dedos gruesos en mi piel, el calorcito de su mano evitando mi caída, y para delicia de los transeúntes, un montón de monedas de quinientos en el suelo. El recuerdo de su voz retumba en mis oídos: “Tenga cuidado, m’hijita, que pa’ la próxima quién sabe si alguien le salva la tanda.” Y en voz más baja, como queriendo que yo no la oyera: “Qué vueltas las de la Vida, muchachas, ésta es la chiquilla que les contaba yo el otro día, la que me tiene hasta la coronilla porque me sale hasta en la sopa.”

Desde entonces, sobra decirlo, mi aversión por las monjas ha decrecido considerablemente.

7 comentarios:

Gustavo Adolfo Chaves dijo...

Impecable! Me he reído tanto. Un final precioso. Y vos tan monjeril en tu cubículo como puteantes las monjitas en sus chismes y andanzas.- Un mundo recobrado. Gracias.

Santiago Escribano dijo...

Ay, mujer! Me hacés feliz con tus textos, en serio. Te lo agradezco tanto, tantísimo. Me reí mucho con tu descripción del trabajo, y me sorprendió la ambientación que hiciste de ese San José bajo la lluvia que tanta falta me hace. Me sentí allí, limpiándome los mocos con las mangas.

Silvia Piranesi dijo...

mop mop mop!
jajajaja
demasiado. si, qué final.

macizo dijo...

Hola Gustavo, gracias siempre por venir a este Sur. Me siento muy feliz de que estas monjas puteantes y estas transcriptoras monjeriles te hayan hecho reír un poco...Muchos saludos para vos.

Santiago....Qué tuanis que hayás disfruado el texto, y que el diluvio te haya traído de vuelta a estas calles. Nos veremos pronto..y probablemente empapados en abril.

Piranesi.Vos que naciste en setiembre, con faroles y lluvia, podés entender muy bien los asuntos pluviales, las marcas que dejan. Un abrazo y gracias.

Anónimo dijo...

Precioso! :D

Me encantaron las imágenes, la sensación de que todo se detenía mientras te caíste, la mano de la monja, las monedas regadas en el suelo, la lluvia...

Recuerdo que antes, cuando iba a nadar, metía el pie en un hueco que siempre andaba esquivando, pero era imposible, éste me perseguía a mí. Es curioso que en frente de la piscina, está la casa de las monjas del colegio María, pero yo nunca las he visto salir de ahí. De eso me acordé al leer su historia, jeje :)

Claudio Tercero dijo...

La descripción de la pre-(no)caída estuvo magistral!!
Manejo del tiempo muy cinematográfico.
Demasiado bueno para ser la primera vez que ando por acá!
Aunque no me sorprende viniendo de vos.
Saludos!

Josué Arévalo Vilallobos dijo...

Buen final.... me agrada este sur de cualquier parte...

 
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