domingo, 4 de noviembre de 2007

Marsella

Me daba por pensar que íbamos cortando la piel de la oscuridad, escarbando con furia y paciencia hasta meternos en las arterias de Marsella. Ya instalado en el anaranjado chillón de los asientos, echando raíces en ese inicio que era siempre el final de lo mismo, me dedicaba a los viajantes. En apariencia eran todos iguales, usuarios que entraban y salían de los vagones con Marseille Plus hecho un puño entre las manos, y la frente todavía más arrugada que las hojas del periódico; pero al verlos más de cerca, solamente un poco, las diferencias empezaban a quemarme como burbujas de agua caliente.

El metro era implacable pero justo.

Hundido en mi asiento, en esa boca metálica que iba tragándose a Marsella y lanzando pedazos de gente sola en las esquinas, me abandonaba a lo más adentro del cansancio, a la voz escamosa del tipo que lloraba con la mano derecha levantada, una mano arrugada en el mar de abrigos negros que miraban fijamente hacia cualquier parte menos a los círculos que sus dedos retorcidos recortaban en el aire.
A su lado, la mujer de abrigo rojo era una grieta en el tiempo gris de ese vagón, un comienzo de esperanza en esa caja de tiempo que iba perforando la oscuridad como una bala o un recuerdo. Me miraba directo los ojos, cosa extrañísima en tales circunstancias, contenta de haber encontrado un sitio en donde poner a descansar sus pensamientos: le servía de mesa o de silla, anaranjado como el asiento en donde estaba sentado.
Se bajó en Saint- Charles.

De golpe los dedos del tipo empezaron a encogerse en la estela roja que su abrigo iba dejando al otro lado de la ventana. Y la tristeza de sus manos fue haciéndose enorme, como una herida abierta por el luto repentino del abrigo que iba perdiéndose poco a poco en el andén. Un pájaro, decía, un pájaro, mientras cerraba el puño y empezaba a llorar más fuerte, más claro. Y la gente, a miles de centímetros de distancia, seguía con la frente arrugada, esperando llegar a alguna parte.

Llegó mi turno, y como a todos, el metro terminó por lanzarme a la superficie blanca de la tarde. Eran las seis y media, y todavía quedaban unas cuantas gaviotas flotando sobre las luces que allá, en el puerto, empezaban a encenderse. Prendí un cigarro y empecé a bajar la Canebière. El mistral seguía empeñado en despedazar las esquinas con sus ráfagas punzantes.

Cuando entré al café y saqué mis puños del abrigo, en una mezcla inexplicable de tristeza y pájaros, descubrí, con una tranquilidad inesperada, que mis dedos se habían arrugado de golpe, que eran negros y empezaban a recortar círculos en el aire. Y entonces empecé a llorar cada vez más fuerte, cada vez más claro. Marsella me había dado la bienvenida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

mmm mezcla inexplicable de tristeza y pájaros...

saludo, lindo el relato y sus imagenes.

Silvia Piranesi dijo...

ay laurigna que cada pájaro es de tu estructura ósea.

abrazo, es de los que más me han gustado.

 
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