viernes, 25 de septiembre de 2009

nísperos y tiempo

Han pasado dieciocho años desde la última vez que me subí a un árbol, y veinticinco desde que dije, con la enana sabiduría de los cinco años: "cuando sea grande quiero ser doctora de carros."

Me vi al espejo. Eran las siete en punto de la mañana, hora de salir a caminar. Hora de empezar el martes, a pesar de que hace mucho seguirá siendo lunes en el apartamento que nunca he tenido.

Lunes en la cicatriz del aeropuerto, lunes en mis dos canas nuevas y lunes en el principio de espinilla que se asoma en la punta de mi nariz.

Demasiadas hormigas en mi escritorio; demasiado negras, necias y pequeñas. Lo raro es que siempre recojo las boronas de los textos y de lo que como encima de ellos, pero las cabronas terminan inundándome la mesa y la paciencia.

Tengo la mano llena de lugares a donde nunca iré; tengo la vida llena de cosas importantes: muchos libros que no he leído, un té verde y una joroba que ya no puedo ni quiero disimular. Amanecí demasiado narrativa y mi espalda lo sabe; ya empezó a dolerme.

Cierro la puerta, escondo mi llave en la maceta de la entrada. Son las siete y veinte de la mañana, hora de empezar la caminata y saludar a los vecinos.

Nunca es tarde, pienso, con la enana desesperación de mis treinta años. El árbol del parque ya empezó a llenarse de nísperos, y yo podría, con un poquito de esfuerzo, convencerme de que hoy es martes, convencerme de que hoy, a pesar de tanta hormiga, es perfectamente posible que deje de ser lunes.
 
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