sábado, 6 de diciembre de 2008

in vino veritas

lunes, 1 de diciembre de 2008

oda a la almohadita

La cosa es que yo tenía una almohada.
La tenía desde que entré a este mundo,
cerrándole el ojillo derecho al obstetra de mi mamá,

“De chiquitas van pa’ grandes”,

decía el doc, con su eterna sabiduría,
impresionado por la precocidad del bultito de carne,
que recién llegado al mundo,
le hacía ojitos con la mayor naturalidad.

La cosa es que me acostaban encima,
Cuando no era más que un par cachetes enormes,
Rosados.

Luego me fui haciendo grande,
o güevona,
para ser más exactos,
pero si algo seguía ahí,
intacto en mi cama y en mí misma,
era el calorcito de mi almohada.

Almohada,
cobija,
palabra,
juguete,
o silencio,
Cada quien tiene su manera
de quedarse atascado en la niñez.

Mi doc,
dice la leyenda,
Ese mismo al que le hice ojitos al nacer,
escondía la suya con sumo cuidado,
en la gaveta más alta del armario.

La llevaba a todos los congresos,
a todos sus viajes.
Y antes de rezarle a Hipócrates
su juramento diario,
La sacaba,
la olía,
la abrazaba,
Y a veces, Dios sabe que es cierto,
Echaba una que otra lagrimita.

En mi caso,
Era ella la guarida perfecta
contra el miedo a las sombras,
La compañera de viento y saltamontes.
El consuelo a los culazos
Que me daba aprendiendo a patinar.

Más tarde,
el colegio
y luego,
claro,
la Universidad y la Cerveza,
el borde interminable de la carretera.
El carro de George,
su motor dando tumbos en la noche,
los amigos,
las estrellas.

Vinieron las dudas,
los viajes,
las despedidas.
La cama,
el amor,
el tiempo.
Y la almohadita, apego infantilísimo,
el primero de todos
el más grande:
mi pedazo de tela
en vías de extinción
por exceso de babas y de sueños.

Un día, hace poco,
Se me ocurrió meterla en la lavadora.

Entró con dignidad,
Salió hecha mierda,

Y yo,
en lugar de aprovechar el accidente
Para botarla y hacerme adulta de una vez por todas,
Corrí por toda la casa
Tratando de guardar la compostura
Aguantándome el hipo,
las lágrimas,
los mocos.

Revolví la casa
hasta encontrar hilo y aguja,
la cajita de primeros auxilios.

Remendé lo que pude,
con la muerte mordiéndome los talones.
Pero la hemorragia era grande
Y el relleno salido,
Tripas de pasado por todas partes.

Hice lo que pude,
Pero el cadáver-almohadita
quedó lleno de cicatrices,
y cada punzada para salvarla,
un parche inútil en mi propia piel.

Cansada,
rendida por completo,
Desperté en noviembre
Con el corazón lleno de huecos,
y la adultez durmiendo en la puerta,
Enroscada como un perro, con el hocico abierto.

Nos vimos a los ojos como dos viejas amigas,
dos amigas que tienen mucho y nada que decirse.

Así seguimos viéndonos todos los días,
Yo,
tratando de ser
Dueña, señora de mis miedos,
repleta de curitas, de moretes,
igual que mi pasado,
Yo-almohadita,
isla rota de la niña que fui alguna vez.

viernes, 3 de octubre de 2008

11


Ayer era 11.
No el siptémber iléven,
El de las gemelas y Bin Laden.

Era el otro.

Mi jefe me dejó salir temprano,
Me dijo:
“tenga cuidado,
lleve pasamontañas”
Y luego se rió, dando media vuelta.

Talvez porque yo vivo en la periferia; él no.
O porque yo viajo en metro; él no.

Él cruza la Avenida 11 de septiembre
todos los días.
Y llega,
proactivo y perfumado,
a sentarse en su oficina,
mientras afuera Gases y Antimotines.

Él llega a su casa
En el barrio alto,
A su ghetto aséptico.
Ansioso por leer El Financiero.

Se saca los zapatos,
se rasca,
se pone a ver la tele.

Afuera, en la estación Tobalaba,
hay una masa de gente apretada contra la ventana,
pies, manos, ojos, bocas desapareciendo,
Mientras en la edición de las nueve,
solamente hay dos torres cayendo.
Mientras afuera, en Santiago,
la cicatriz sigue ardiendo.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Parque Forestal

sábado, 6 de septiembre de 2008

Intento de poema, luego de muchos años de no hacer

Será que es como andar en bicicleta,
Y basta solo con montarse de nuevo,
cerrar los ojos,
Agarrarse fuerte,

Y pedalear hasta irse de panza en el pavimento
En la marea de las cosas que pasan,
En la cara del señor de la mañana

Irse de panza,
Hacer un verso sin esfuerzo,
Mientras la chorcha de sangre,
el pantalón y el parche

Será que regreso a alguna parte,
Con la sensación de nunca haberme ido,
El sonido de mi cuerpo cayendo,
la bici dando vueltas.

Mi cabeza pedaleando hasta el morete,
y este poema naciéndome en la rodilla,
En esta tarde mojada, adolorida.

Después de muchos años de no hacer,
Volver a soltar las manos

sábado, 16 de agosto de 2008

Las mil y una noches

jueves, 7 de agosto de 2008

Felipe

Para tío, en Tierras Morenas.


Afuera el día, y adentro mi tío abuelo con los ojos muy abiertos. Enroscado y minúsculo, a pesar del metro noventa que tanta suerte le había traído siempre con las mujeres.

Se llevaron un televisor, un cepillo eléctrico, dos pares de zapatos, y un reloj -no el de arena que tenía en la mesita de noche, a la par de la cama, sino uno de batería, 100% made in China-.

A cambio le dejaron dos balas, una que entró y salió, estrellándose contra la pared que daba al patio; otra que lo despedazó por dentro.

Afuera cantaban las chicharras y el viento, mientras adentro la sangre resbalaba en las rendijas de la madera.

Mi pobre tía, como todos los martes, venía llena de bolsas y recados. Cómo imaginarse que ahora, en cuestión de una ida a la pulpería, mi tío Luis se había convertido en un extraño que empapaba de rojo su cocina, un cuerpo inerte que la dejaba ahí, paralizada y ahogada de miedo.

Felipe fue el único que vio a la muerte llegar.

Mordió la cuerda y se zafó, y a como pudo llegó a la puerta de la cocina. Ahí vio la mancha roja, incontenible, agrandándose más y más en la madera. Vio a tía cuando entró y escuchó el ruido de sus bolsas desparramándose en el suelo.

Toda la noche lloraron. Ella soltando de a poquitos ese cuerpo encogido, ahora desangrado y desconocido, dejándose ir en picada a la tristeza; y él hecho un puño en el patio, con esa forma extraña de llorar que tienen los caballos.

Al día siguiente, hubo una cola interminable de vecinos y familiares, la finca repleta, un molote de gente caminando despacito rumbo al cementerio.

La finca de mi tío era el último pedazo de tierra sin vender, una isla encallada entre dos hotelotes cinco estrellas. Mil veces los gringos ofrecieron comprársela y otras tantas dijo él que no y que no. Daba media vuelta, ensillaba a Felipe, y los dejaba hablando solos, con un puñillo de billetes verdes saliéndose de sus pantalones.

Creo que por eso lo mataron, porque ese terreno era un camino de agua en un Guanacaste cada vez más seco.

El entierro fue a las diez de la mañana, con Felipe a la cabeza, a trote lento al lado de mi tía abuela. Él con los ojos negros, enormes y llenos de lágrimas, con el lomo arqueado por el viento, y ella con la cara arrugada por la ausencia.

Cuando llegamos al cementerio, antitos del mediodía, Felipe se paró al lado de la caja y no hubo forma de moverlo. Se pegó como una estaca al suelo, hasta que mis otros tíos tomaron el ataúd y lo bajaron. En ese momento su calma se convirtió en furia, los ojos se le llenaron de grito, y levantó las patas, desesperado, alzó la cola y relinchó desde lo más seco de la finca arrasada.

El reloj de arena dejó caer el último grano, en la mesa de noche, y Felipe, con la crin revuelta por el viento, emprendió galope firme hacia la tarde, con mi tía acurrucada en su lomo.

jueves, 17 de julio de 2008

La piedra cayendo

Una tras otra fueron llegando. No pararon de entrar desde que despuntó el alba hasta que cayó la noche, y el volcán se tapó de bruma y luciérnagas. Fueron llenando la sala con sus voces de aguacero, rezándole misterios al que en vida fue de todas y de ninguna, y que ahora, tranquilito en su caja oscura, inofensivo en su traje entero, les dejaba finalmente el camino abierto.

Era como tirar una piedra en un estanque hondo, con la tranquilidad de verla hundirse para siempre. Como abrir la puerta y barrerlo todo hacia el rincón más luminoso del patio.

No podía faltarle nada; se esmeraron en cada detalle. Comida, flores, fotos, rezos, porque enterrándolo, enterraban domingos y delantales.

Comieron a destajo, tomaron hasta que no quedó ni un pedazo de madrugada colgada en las hamacas del corredor; y al día siguiente, se levantaron, se bañaron y arreglaron, y juntas, en fila india, se fueron al cementerio.

Respiraron tranquilas cuando la caja llegó al fondo, cuando oyeron el ruido seco del cuerpo cayendo en el hueco.

Cerraron los puños al ver que las ondas iban rompiendo el agua.
Era la muerte, finalmente; la muerte y su boca abierta. Entretanto la comida, las moscas en la cocina. La libertad.

viernes, 23 de mayo de 2008

domingo, 11 de mayo de 2008

Retrato

A mi jefe, el nudo de la corbata le queda como soga al dedo, como anillo al cuello.

Es de esas personas que retuercen los ojos cuando sonríen. No sé si me explico.

Tal vez porque sonreír le pasa tan poco que ya perdió la costumbre.

Un día de éstos, traté de hacer un hueco en la pared de su oficina,

un hueco pequeño, nada del otro mundo, y lo único que alcancé a ver fue la corbata de seda apuntando a su garganta, la ventana abierta, su cara de nada, y 25 pisos llamándolo en voz baja.

jueves, 17 de abril de 2008

Milagro de hora pico

Hoy, después de setenta y muchos días y no sé cuántas idas y venidas, por primera vez y Dios sabe si quizás por última, tuve la extrañísima suerte de agarrar un asiento en el metro.

En hora pico, eso es casi una hazaña, un casi-milagro, un privilegio.

Fue tan raro el asiento, tan anaranjado todo, tan triste la gente de pie viendo mi asiento, tan feliz yo con tanta tristeza de que fuera solo mío, tan contenta mi espalda, tan caliente el aire, tan absurdo el viaje, que no paré de llorar hasta que llegué a mi parada, hasta que todos a mi alrededor se fueron y volvieron y salieron, llenos de asientos y cansancio, llenos de lágrimas. Hasta que se abrió de nuevo la puerta y salí, y el metro se fue.

miércoles, 16 de abril de 2008

Dichoso Chito

sábado, 12 de abril de 2008

miércoles, 9 de abril de 2008

sábado, 5 de abril de 2008

Doña Carolina Castro

jueves, 27 de marzo de 2008

De carabineros y ternuras

Increíble pensar que ahí, en plena Alameda y a las diez de la mañana, pudiera desatarse semejante espectáculo de caos y ternura.

Primero fue uno, que saltó desde no sé dónde y pasó corriendo al otro lado de la calle. A mí me dio cosa preguntarle al señor que iba caminando a mi lado si había visto al bichito saltar de un lado a otro; y de tanto dudar si preguntarle o no, el bendito señor se adelantó entre la masa de gente apurada hasta que lo perdí por completo y ya no tuve chance de decirle ni pío. Me quedé con la pregunta embarrada en la boca, vestida y alborotada.

Traté de no darme pelota, como hago siempre cuando las preguntas se me quedan pegadas en la garganta, pero pasó que luego, cuando estaba concentrándome en capear el maletín con patas que venía reventado la acera con sus tacones de aguja, vi otro –esta vez negro con blanco-, que pasó corriendo entre las piernas de dos señoras que estaban haciendo fila en la entrada del banco.

A diferencia del primero, noté que las dos mujeres lo señalaban y se volvían a ver, incrédulas, al tiempo que reían nerviosamente. Me acerqué a ellas para no sentirme sola en la alucinación, absolutamente necesitada de compartir con alguien más esa fuga inverosímil de pelitos blancos corriendo hacia la entrada del metro, pero justo cuando iba a acercarme para dar testimonio de lo que había visto –un par de orejas largas saltando hacia abajo-, aparecieron cuatro más de no sé dónde, y luego otros seis, todos blancos, pequeños, peludos y simpáticos. Pero la cosa no terminaba ahí, pues los negros -hasta ese momento eran siete en total-, dieron tres saltos, sincronizadamente, hasta instalarse definitivamente en los pies, es decir, en las botas de un grupo de carabineros.

Ya para entonces todo el mundo andaba con su conejito a cuestas: señoras, viejitos, estudiantes, ejecutivos, amas de casa, obreros, monjitas, secretarias, niños, abuelos, taxistas, y vendedores ambulantes; todos nos abandonábamos a la invasión repentina de traseros peludos y los acariciábamos e intercambiábamos sin ningún tipo de inhibición. Quizás por eso nos quedamos mudos observando la extraña escena de los siete conejitos negros: por un lado ellos, con sus patas largas y acolchonadas, y del otro los carabineros, con sus ceños fruncidos y las manos temblorosas apoyadas en sus armas de reglamento.

De repente la avenida quedó completamente paralizada, solamente se veía el movimiento suave de miles de manos acariciando las orejas puntiagudas de los conejos, una especie de coreografía improvisada en donde miles de rostros se convertían en testigos de cómo una legión de conejos doblegaba con sus rabitos acolchonados a las Fuerzas del Orden.

Se miraron a los ojos, conejos y carabineros: los primeros estiraron las patas traseras mientras los segundos estiraron los dedos, acorralados en la indecisión de no saber si debían llamar refuerzos para controlar el caos desatado por ese ejército de animales pequeños, o si simplemente debían abandonarse a la ternura, como el resto de los que pasábamos por ahí.

La gente se agolpaba para no perder detalle de ese duelo inverosímil, y toda la Alameda, toda, se llenó de manos sudorosas, bocas abiertas y ojos brillantes.
Todos fuimos testigos de cómo los carabineros, por primera vez en muchísimos años, se sintieron completamente indefensos frente a las patitas peludas y las sonrisas de tanta gente. Los pobres se iban poniendo cada vez más torpes, presos en su propia desesperación de no poder disimular que entre tanta tiesura se les podía salir algo parecido a una sonrisa.

Estoy segura de que a todos, incluidos los pobres e indefensos carabineros, ese día nos cambió la cara para siempre.

Ahora, cuando paso por la Alameda, la gente que corre a sus trabajos, como yo, me ve a los ojos sin miedo, y aunque no crucemos palabra, sé que las arrugas que tienen al borde de la boca nacieron ese día en que una legión de patitas peludas nos devolvió la sonrisa que esa avenida nos venía arrebatando desde hace muchos, muchísimos años.

domingo, 23 de marzo de 2008

San te hago

Hay ciudades que se quedan pegadas en la retina; hay otras, como ésta, que rapidito y sin que uno se dé cuenta van metiéndose en los pulmones, donde se quedan pegadas, irremediablemente, como una costra de humo.

Son ciudades en donde tarde o temprano la gente termina estornudando avenidas y polvo, o tosiendo esquinas, semáforos, y sobros de dictadura.

Sin embargo a veces, muy de vez en cuando, sucede que entre la lluvia de maletines negros que arrugan la esperanza, se topa uno con señoras valientes que siguen sonriendo -normalmente venden sopaipillas calientes a la salida del metro-.

Ellas, a pesar de todo, no han perdido esa vieja costumbre de mirar a los ojos.

domingo, 16 de marzo de 2008

Variaciones sobre un mismo Héctor


Cómo explicar que los ojos con los que yo veía a Héctor no eran ni por una pequeña desviación astigmática los mismos ojos con los que lo veía la añeja y respetable población esquelense. Para mí era el gaucho que rescató a la yeguita del riachuelo y me enseñó a montarla con indicaciones escuetas y firmes: tirón hacia la derecha si querés ir a la derecha, tirón a la izquierda si querés ir a la izquierda, patadita fuerte en la panza si querés que camine, jalón firme a las cuerdas si querés que frene, y así por el estilo. Héctor, por razones que explicaré más adelante, se convirtió en un personaje esencial dentro de mi pequeña mitología personal; sin embargo, en la mitología esquelense era esencial por razones diametralmente opuestas, las cuales vine a conocer posteriormente.

Desde mi primera persona de singular, Héctor era el personaje designado por el Gran Orden Cósmico para darme la vuelta más inolvidable de todas las vueltas que he dado en mi vida. Era el artífice, sin saberlo, de un encuentro entre yo la de 29 y yo la de cinco; yo la de ahora y yo la que se tiraba de panza debajo de la mesa de dibujo de sus papás a hacer caballos azules, felices y desproporcionados, caballos que siempre eran montados por chiquitas de cachetes rosados y piernas muy rellenitas.
El tema es que mientras él, montado en su caballo, nos hablaba de la sequía y las rogativas mapuches para pedir lluvia, ganándose su “guita” honradamente, me hacía regresar, sin saberlo, a mi casa en la Urbanización El Cedral, en Cedros de Montes de Oca; me hacía volver a mis pantaloncitos cortos de paño amarillo con lacitos blancos en los costados, lacitos que cuando se jalaban, fruncían la tela y le dejaban a uno las piernas apretaditas como embutidos Cinta Azul.
Él ahí, enfrascado en sus explicaciones y sus anécdotas, sin saber que estaba ayudándome a cerrar el círculo de un sueño viejo como las cordilleras, en el sur de una chacra patagónica de cuyo nombre siempre voy a acordarme.

Así que mientras Héctor nos hablaba de caballos y problemas de pasto, yo sonreía, mareadititica de la felicidad, pues estar encaramada en el lomo de mi yeguita-lágrima, era como reencontrarme con mis pantaloncitos de embutido y cumplir el deseo de estar montada en mi propio Rocinante Azul. Y claro, si a la consumación de un deseo infantil tan viejo como ése le agregamos una pampa inmensa, montañas secas, vaquitas pastando tranquilamente debajo de los árboles, la cosa se iba poniendo todavía más y más idílica.

Héctor seguía ahí, con su bigote tan negro como sus botas, su camisa blanca impecable y su esposa bien callada y guardada en la casa. Con su sentido del humor sarcástico y bien plantado, ensillando el caballo, salvando a la yegua de congelarse en el riachuelo, mientras yo lo miraba atenta, con mis cinco años saliéndose por todos lados y sin poder disimularlo: con tembladera, ganas de saltar y correr, y con las manos metidas en las bolsas del pantalón, para que no se me salieran las mariposas que me cosquilleaban en los dedos. El cuadro era ése más o menos: una cosa absolutamente idílica, romantiquísima, como suele suceder cuando uno ve a la gente con la inocencia renovada de un viaje al sur de cualquier parte. Pero como la vida está llena de volteretas extrañas, resulta que Héctor, mi héroe recién nacido en la pampa argentina, resultó ser un personaje harto conocido en las páginas de sucesos esquelenses o, para decirlo con menos eufemismos, un reconocido exconvicto.

Según lo que vine a saber días después de la cabalgata, mi gaucho patagónico era amante de una mujer que, como suele suceder en estos casos, estaba casada con un hombre extremadamente celoso. Cuenta la historia que luego de dejar a su callada esposa bien guardadita en su casa, cuidando a Tito, el hijo de ambos, ensilló su caballo y se fue a visitar a su amada Dulcinea en una noche de invierno esquelense, invierno que aunque no tuve la oportunidad de experimentar, debe ser bastante digno del muñeco de nieve de cemento que hay en la entrada de Esquel, ése que dice “Bienvenidos” y que está tieso y congelado durante todo el año.

El asunto es que esa noche de invierno, nuestro Héctor, ágil y travieso, se fue a retozar con su amada, aprovechando que el marido celoso, cuyo nombre no fue revelado por las fuentes, estaba en Trevelin, poblado vecino, y no volvería sino hasta dos días después. Vale indicar que el regreso de su rival se complicaba aún más por las inclementes condiciones del tiempo, que según el desprestigiado informe meteorológico del veintiúnico noticiero del canal local, empeorarían con el paso de las horas.
Así que Héctor y su amada, felices porque el clima jugaba a su favor, se dedicaron muy aplicadamente a las artes amatorias patagónicas, mientras al esposo engañado le iban creciendo unos cuernos de venado dignos de portada en la National Geographic. Las horas fueron pasando, pero quiso el Destino que la tormenta mermara repentinamente y que el cuernudo esposo volviera pasada la medianoche, antes de lo previsto. Y entonces ahí se dio el altercado que, según las malas lenguas, llevó a Héctor, el de inmaculada camisa y bigotes negros, a convertirse en el primer asesino de la historia esquelense.

Se dice que el marido, al encontrar a su mujer en los brazos del gaucho, se le tiró encima y empezó a golpearlo con los puños, pero al ver que sus puñetazos no causaban el efecto deseado, tomó un arma blanca que intentó hundir, sin éxito, en el agitado pecho de su oponente.
Héctor y Dulcinea, en pelotas, trataron de aplacar la ira del caballero, pero lejos de hacerlo la encendieron cada vez más, así que luego de puñetazos, forcejeos, empujones, gritos, insultos y mordiscos, el gaucho tomó en sus manos el hacha que había quedado cerca de la puerta y le dio un golpe seco y preciso al cráneo del marido, quien a partir de ese momento y a falta de signos vitales, pasó a ser el difunto esposo de su amada Dulcinea. Se dice que entre los dos tomaron el cadáver, lo envolvieron en unas cobijas de lana de oveja y lo enterraron en el fondo del patio, bajo la nieve. Es preciso aclarar, sin embargo, que este dato es algo que la gendarmería esquelense y los peritos nunca pudieron esclarecer totalmente. El cuerpo del difunto nunca fue hallado, y Dulcinea, por supuesto, siempre guardó silencio.
El gaucho, de todas formas, fue objeto de un proceso largo y penoso, al cabo del cual fue condenado a seis años de cárcel. Sobra decir que durante varios meses fue la comidilla de los 40.000 habitantes de la ciudad, y que su cara fue la primera plana de los dos medios escritos existentes. De ese modo se cumplía, al pie de la letra, aquello de que en pueblo chico, el infierno siempre es grande…
Pero bueno, como no hay escándalo que dure cien años, con el primer robo a mano armada en La Anónima, el veintiúnico supermercado local, el tema del asesinato pasó a mejor vida. Esto, sumado al buen comportamiento del gaucho, hizo que pudiera salir de la cárcel dos años antes de lo establecido.

Y regresó Héctor a la chacra tal y como se había ido, con su camisa blanca y sus bigotes negros muy bien recortados, como si nada. Allí lo esperaba su siempre callada esposa, quien muy devotamente se quedó guardadita en la casa, olvidó lo sucedido y le dio, como siempre, la más tierna de las bienvenidas. La vida siguió su curso, en el mejor de los Esqueles posibles, hasta que un día llegué yo, con mis cinco años a cuestas, a conocer la otra cara de ese mismo Héctor, a quien definitivamente recordaré como el gaucho más simpático de toda la provincia del Chubut, artífice involuntario del encuentro más tierno conmigo misma y mis cinco años.

domingo, 9 de marzo de 2008

La que voy siendo



“Vuelvo al sur, como se vuelve siempre al amor…”


Hablarles en el idioma de sus patas y ver cómo las manchitas que les dibujaba en el lomo iban saltando afuera de sus pieles hasta quedar pegadas en las montañas, convertidas en algo parecido a las flores. Así pasaban los días; mis caballos azules yendo y viniendo por todos los rincones, impacientes y traviesos, relinchando de la sala a la cocina, del patio a la cochera, corriendo desbocados en las páginas del cuaderno que era el sur de este febrero. Latitud que empezaba a los cinco años, tirada en el suelo, con los ojos llenos de viento y noviembre, y un olor muy dulce saliendo del horno, subiendo por la sala en bocanadas lentas, como una nube blanca. Abrazada yo a sus patas, enroscada en el cuaderno de dibujo que era el principio de este viaje al sur del sur. De un lado las fachadas, los esteros, las casas; y del otro, los vientres-salchicha de mis caballos, vientres alargados como sueños, desproporcionados como besos. Era un tiempo de laderas, nubes y saltamontes. Un tiempo de luciérnagas cantando debajo de la mesa.

Cerrar mis ojos de entonces y sentir la Patagonia abierta bajo el sol, balanceándose conmigo sobre el lomo de una yegua rescatada de lo más hondo de una lágrima. Verme agarrada a la montura, feliz como una ola sin destino, acurrucándome despacito debajo de la mesa, una vez más, alargando el cuerpo para abrazar esta tierra seca de maitenes barrigones, siempre verdes, en este viaje que empezó en las patas traviesas de mis caballos azules y sus manchas de colores, en su lenguaje de idas y regresos.

Saber que a miles de kilómetros de aquellos días, la yeguita-lágrima vino a prestarme su lomo para que volviera a ser la que fui, la que voy siendo en el sur más profundo de mi propio corazón.

lunes, 4 de febrero de 2008

La lengua muerta de Auneteque


La lengua zoque murió el 3 de mayo de 1986, día en que Isolina Napeteque arrugó por última vez el papelito de arroz que tenía por frente y cerró el puño para recoger el maíz que había quedado regado en la mesa de la cocina. Dijo me voy no más; estoy cansada. Y se fue.

Entonces todos murieron, incluido yo.

Todos morimos con ella en esa cama, en un tumulto apretado de silencio. La frente de Isolina, amarilla como el maíz que había dejado sobre la mesa, brilló por última vez en mis ojos, a veinte años de distancia, y rebotó en el reflejo azul de la ventana abierta hacia la Cordillera. Ella decía que la muerte se iba cocinando lentamente adentro de la gente, como el pan amasado en horno de leña. Así, justamente, se había venido engordando la muerte en su boca, inflándose como la levadura y llenándose de agua hasta que ya no pudo más y el 3 de mayo se cocinó toda, todita por completo.

Esa muerte, la de Isolina, había empezado tiempo atrás, cuando se enojó con mi abuelo, Recaredo Anutepe, y dejaron de hablarse por los siglos de los siglos. El motivo del pleito fueron las faldas. A él le gustaron demasiado unas que vivían al otro lado del río. Decidió que quería ésas y no las faldas negras y gastadas de mi abuela. A ella no le gustó que la cambiaran así, sobre todo después de haberle parido quince hijos, haberle enterrado tres, y para colmo de males, haberle reconocido y criado a otro tanto que mi abuelo había hecho con otras dos mujeres.
Pero cuando Isolina decía no, se volvía dura como las piedras de la Cordillera: se secaba por completo en el verano y se llenaba de nieve en el invierno. Y cuando eso pasaba ya no había nada que hacer.

Recaredo, con esas faldas, la convirtió en piedra.

El zoque, la lengua más antigua de Auneteque, empezó a morir el día que él, su penúltimo hablante nativo, agarró sus cosas y cruzó hacia el otro lado en busca de esas faldas. Sin tener clara conciencia de lo que hacía, atravesó el río y se hundió en las enaguas de la muchacha de al lado; mientras tanto mi abuela, sin fuerzas y sin ganas, decidió dejar de hablar el zoque, pues como pasa con todas las lenguas maternas, hablarla la llevaba inevitablemente a su origen, al inicio del principio de su vida, en donde justamente estaba siempre mi abuelo, con quien se había casado cuando tenía doce y ni siquiera le había venido su primera regla.

El zoque la llevaba directamente al camino seco de su pueblo, al río y los peces azules, al horno de leña, y a los partos de sus quince hijos en las faldas de la Cordillera. Ese día en que mi abuelo cruzó el río, ella decidió cruzar el otro, y hundirse de lleno en el olvido.

Empezó a hablar español todo el día, en señal de venganza y de dolor. El zoque era su forma querer, y dejar de hablarlo fue la forma más genuina de olvidar, de olvidarlo y de olvidarse. Qué mejor manera de matar a alguien que dejar de hablarle con el corazón.

Enterraron al zoque entre los dos, cada uno a la orilla del otro, cada quien en la ausencia del otro, y desde ese momento, al resto de nosotros, hijos, nietos, sobrinos, nueras y yernos, empezaron a hablarnos solamente en español.

El zoque murió dividido por los cauces del río, por la debilidad incorregible de mi abuelo por las faldas y el orgullo herido de mi abuela y sus enaguas negras. Yo me hice lo que soy por ese río, por la muerte que ocurrió ese 3 de mayo y que sigue ocurriendo cada vez que no sé decir mis tristezas en el idioma de mis abuelos, en la lengua muerta de Auneteque.

miércoles, 2 de enero de 2008

dos de enero con vino

Y cómo habrá pasado Osama el año nuevo?
con nostalgia?
con propósitos nuevos, de paquete?
con amigos y familia?,
con garantías de electrodomésticos?
con esperanza y botellas de vino añejo?
cómo le habrá llegado el fin de año
a la araña de al lado de su cama?
a la grieta oscura
que se le abre en la boca cada vez que ríe
cada vez que el verano se le viene a acomodar entre las piernas
con esa mano arrugada que da besos,
que teje arena en la piel de su mujer,
de sus mujeres
cómo se habrá aplicado las gotas para los ojos, Osama,
luego de una resaca amarga de torres con cerveza,
de viento con espuma?
cómo habrá sobrevivido a la nostalgia este treintayunodediciembre?
cómo los muros se le habrán hecho polvo a las doce medianoche,
como a todos, como a nadie
porque regresar a donde uno
en el espejo
es siempre parecido, es casi lo mismo.
Regresar al desierto del primero de enero, en cualquier parte,
es igual que despertarse con resaca y ventana,
nada y todo al mismo tiempo
para Osama o para mí
 
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