martes, 7 de abril de 2009

Puede ser que de tu lado signifique eso

De nada, de nada sirvieron…Los libros del barbón en la biblioteca; el salpullido que le salía a mi papá cuando le hablaban de iglesia, padres, monjas o papas; de nada el colegio francés y su pedagogía de racionalismo ilustrado: tizazos a escasos centímetros de la cabeza o inmersión patas arriba en el basurero; de nada las disertaciones que me costaron sangre, sudor y lágrimas; de nada las borracheras y el noviecillo de quinto año: yo quería ser monja y nada más.

Y lo hice, a pesar del cataclismo, a pesar de Marx, la vajilla de mi abuela y el salpullido de mi papá.

Además de las razones clásicas -la vocación, el llamado, Dios-, me hice monja por una razón casi tan irracional como la fe: me gustaba caminar y toda la vida había visto que ellas, las Monjas, andaban para arriba y para abajo, viajando de congregación en congregación. Las veía siempre con su carita lavada, su velo largo protegiéndolas del viento, felizmente liberadas de tacones altos y maquillajes. Así que esta razón, banal y piadosa, fue la que terminó de definirme la vocación.

Pasado el cisma y recogidos los pedazos de vajilla de mi abuela, que volaron por los aires cuando hice el anuncio, un domingo por la tarde, me dediqué a lo que más quería: hacerme monja y caminar.

Montañas, avenidas, valles, montes, bosques, barrios, ríos, ciudades, callejuelas, mercados, aeropuertos, autopistas, tugurios, plazas. Caminé y caminé y caminé, y me di cuenta que a pesar de nuestras grandes diferencias, mi papá me había heredado su alergia por algunos padres, algunos papas y algunas colegas. Era inevitable, lo llevaba en la sangre, y cada vez que los veía o los escuchaba hablar, me agarraba una rasquiña insoportable.
Salpullido me daba también cuando ponía una pata fuera del convento y me la topaba a ella, la muchachilla de siempre, mi Oliveira balanceándose al otro lado de la tabla de madera, mi doppelgänger montándose en el bus, dando vuelta por la esquina, bajándose de un taxi, sentándose en una banca, llamando en el teléfono público, tomándose un café, haciendo fila, saliendo del cine, entrando a un parqueo. Era como un mal pensamiento, que sale cuando quiere y desaparece así como llega, sin previo aviso. Era la vida que yo había elegido no vivir, la vajilla de mi abuela quebrándose mil veces en esa tarde de domingo.

Era tanta la cosa, la obsesión, que decidí hacerme de un cuaderno donde anotaba, uno a uno, los encuentros. Día, hora, lugar, estado anímico, temperatura aproximada, testigos.

Ese viernes de aguacero torrencial, la vi salir disparada al otro lado de la calle. El semáforo se puso en rojo. Éramos ella y yo una vez más, una en cada esquina. Ya no importaba el aguacero, ni la presa ni la gente; nada importaba: éramos ella y yo de nuevo, ella deleitándose con su monjicidio mental, y yo subiéndome los ruedos para patear esa maldita coincidencia de todos los días. Cada una colocándose los guantes, listas para el cuadrilátero de viernes por la tarde en esa esquina empapada. Todo, absolutamente todo estaba escrito en ese baldazo de mayo, en esa presa interminable de viernes por la tarde…
El semáforo que cambia de color, yo que cruzo y ella que se resbala. Ella que me ve, odiándome más que nunca, más que todos los días juntos desde que yo soy yo y desde que ella es ella, desde que somos la misma furia en el espejo. Me putea, como de costumbre, pero esta vez es diferente. Vuela hacia el suelo, vuelan su enagua negra y sus zapatitos de tacón alto, vuela toda ella hacia el suelo, su cara de miedo, mi hábito de verla, su hábito de odiarme. Todo empieza a quebrarse.
Nada puede interrumpir lo sublime de verla caer. La extraña belleza de verla indefensa ante la gravedad. Sin embargo hubo un dolor pequeño primero, una punzada imperceptible en la boca del estómago, la lluvia, los pitos, los goterones golpeándome la cabeza, y una mano estirándose al otro lado de la tabla de madera, estirándose hasta alcanzarla, hasta sujetarla fuerte de la muñeca, salvándola de caer desparramada, al fin y al cabo la mentira en el espejo no podía durarnos más que ese instante.
 
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