viernes, 23 de octubre de 2009

El malvado y panóptico Sr. Feisbuc

Desconozco, estimados lectores, cuántos de ustedes, al igual que yo, han caído en las garras del Sr. Feisbuc. En el adictivo y solitario vicio de abrir galletas chinas de la suerte a medianoche o en la compulsión de utilizar las sesudas aplicaciones para saber en qué época debió haber nacido o de qué color tiene el aura.
Ignoro cuántos minutos al día invierte usted, mi estimado cibernauta, en el consumo exacerbado de minutos filosóficos o de cuestionarios que, al mejor y más depurado estilo Cosmo, le indican qué tan bueno es en la cama o a cuál estrella de Hollywood se parece.
Ignoro si han caído ustedes en la trampa de esperar a que Harry Potter y la magia de su Verbo les arreglen el día… si conocen las minucias técnicas de etiquetar y etiquetarse en las fotos de conocidos y no tan conocidos, o si experimentan la anestesiante y compulsiva manía de cambiar su “estado” cada quince minutos, para contarles a sus amigos lo rico que estaba el súchi que acaban de comerse o lo linda que está la playa donde han elegido pasar sus vacaciones para descansar de la oficina y, claro, de la computadora. Mi idea no es satanizar al Sr. F… la verdad no hace falta.

Pequeñas cajas -decía Foucault-, pequeños teatros, donde cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. Así definía el filósofo francés las áreas periféricas al panopticon, ese espacio elevado, imprescindible en las cárceles y reformatorios, desde donde se vigila y controla al otro. Así me siento yo en el Feisbuc, en esa experiencia ambivalente y esquizoide donde me convierto alternativamente en el panóptico que observa y en la periferia observada. Vigilo y soy vigilada. Imagino, además, que puedo controlar lo que observo, siento que tengo el poder de observar la vida de los otros, o al menos ese espacio adulterado de privacidad que cada quien elige exhibir. Vivo anclada a la ilusión de poder controlar la información que tengo expuesta en mi perfil, mientras mato el tiempo enviando sonrisas y tapitas, me adhiero a causas o regalo ovejas a mis vecinos de la ciudad-granja, sin darme cuenta que al hacerlo me voy convirtiendo en una pequeña caja: aislada, observada, constantemente visible y adictivamente atada a esta red social donde creo saberlo todo y sin embargo no sé nada. Consumo y vomito datos, cual galletas chinas y tréboles de la suerte, en una danza compulsiva muy acorde a las mismas leyes del mercado y sus mandatos básicos de correrás, competirás, consumirás y desecharás.

Feisbuc es, en cierta medida, una arquitectura del aislamiento, muy acorde a la vivencia de irnos encerrando en nuestros barrios-ghettos-condominios y, cual borregos sencillos, crucificarnos con sistemas eléctricos y guardas privados. Nos sentimos a salvo en la penumbra de no saber nada del otro. Nos vamos aislando fuera y dentro de la pantalla. No se trata solamente de irnos aislando cada vez más en nuestros temores, sino de aislarnos también en esa narcicista y solitaria experiencia de la sobreexposición. Máquina panóptica. Nuestra sociedad -decía Foucault con justa razón-, no es una sociedad del espectáculo sino de la vigilancia. Yo diría que es una mezcla de ambas: la vigilancia se ha convertido en espectáculo.

El autómata Sr. Feisbuc nos da la posibilidad de convertirnos en el ojo que todo lo mira, nos brinda la orwelliana posibilidad de ser todos los días el Gran Hermano, y nos regala, además, la ilusoria sensación de la cercanía y una cercenada posibilidad de la inmediatez. ¿Qué más se le puede pedir al Siglo XXI?
Acumulación de instantes, acumulación de información: sé dónde están mis amigos, sé lo que comieron, sé cómo se sienten, sé, sé, sé, sé sus fragmentos. Y el tiempo, al igual que la página de inicio, es un vómito de datos donde todo transcurre sin dejar huellas.

Desde que el satánico señor Feisbuc apareció en mi vida, todo ha cambiado; no sólo porque revisar el correo es correr el riesgo de morir aplastada por una avalancha de notificaciones, comentarios, invitaciones a eventos, cadenas de comentarios de conocidos y otro sinnúmero de personajes con quienes nunca he tenido el gusto o disgusto de interactuar, sino porque ahora ya no necesito ver por la ventana para vinear al otro. Nada más rico, sí, que hurgar en la vida del otro. Porque si antes teníamos que correr la cortina y hablar bajito para espiar a los vecinos, ahora, por obra y gracia del señor F, tenemos la plácida dicha de samueliar a nuestro antojo la vida y los muros de todos nuestros contactos. Tenemos nuestro panóptico para vigilarlos a todos sin ser vistos. Tenemos nuestro propio reality show al alcance de un clic, además de un chorro de amigos acumulados en cajitas donde vamos a visitarlos: una linda granja, un mundo feliz.

La posibilidad de ser una mirada sin rostro es absolutamente seductora. Feisbuc es la materialización de una sociedad obsesionada con la ilusión de la inmediatez, alimentada por la soledad de millares de ojos que, apostados por doquier, siempre en vigilia, conforman, como bien señaló Foucault en su momento, una larga red jerarquizada. El Sr. Feisbuc ha llegado para quedarse. Se ha instalado en la cotidianidad de nuestras soledades.

Pero no crean, a pesar de todo lo anterior no soy una fundamentalista anti-feisbuc; no creo que todo sea todo sea perverso en el carelibro… Tengo algunas historias rescatables de mi relación con el malvado y panóptico Sr. F. Lo malo es que, por razones que podrían ser erróneamente asociadas a twitter, repentinamente he caído en cuenta: se me acabó el espacio... y también la inspiración.

sábado, 3 de octubre de 2009

O

Eso me pasa por olvidar los postes
las bancas
por tragarme el humo
sin saber a dónde me llevará la calle.

Si no fuera por este ojo cansado
que sigue buscándole perros a los huesos,
pupila telúrica y desencajada.
Este ojo triste
amotinado
que se dobla contra el resto de mi cara
contra la sombra de una ciudad que tiembla,
gorda y sola
que fuma y desaparece
en la parte más negra del párpado.

Las dos estamos llenas
Las dos estamos tristes
ciudad y yo
de silencio
y cuitas de paloma.

Somos lo que queda de un vestido rojo
En el armario más olvidado del cuarto,
las uñas quebradas,
una mañana de sol con viejitas que lloran
hasta romper de un solo golpe las aceras.

Mi ojo,
es probable,
morirá atropellado
como si fuera una mosca
encima de un tarrito de mermelada,
y se quitará entonces el nombre que le dieron,
como quien se quita un viejo sombrero
irá la sangre llegando al caño
y las ambulancias
todas,
llegarán a los postes
donde él y yo
seguiremos amotinados contra el resto de la cara,
huyendo de esta tarde que
repentinamente
se habrá quedado sin techos.
 
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