miércoles, 26 de agosto de 2009

Arbor



Mae, ¿querés? –me dijo Silvia.
Diay sí, mop, lléguele –le dije yo.
La tripa estaba nerviosilla, dejémonos de cuentos. Luego de pensarlo bastante durante la semana, finalmente escogí dos textillos. Hacía miles de años que no leía en público, así que andaba un poco herrumbrada y bastante ansiosa. Traté de que no fueran muy largos, como quien dice, para no aburrir demasiado al estimable público. Los otros invitados que iban a leer ese día eran poetas. Uno de ellos era Felipe. Felipe Granados. Así que bueno, fuimos pasando poco a poco, cada quien leyó un par de cositas. La gente respondió tuanis, por dicha. Mi tripa se fue calmando cuando me senté en el banco y empecé a leer. Catarsis absoluta. Cuando terminé me fui a sentar atrás. Felipe, creo, fue el último que leyó ese día. No sé si esto sea cierto, o si lo estoy inventando ahora que todavía está demasiado fresca la imagen de su ataúd saliendo de la iglesia. La cosa es que Felipe leyó. Yo había escuchado hablar sobre él, pero nunca lo había leído, es decir, nunca lo había escuchado leer.

Leyó un par de poemas, creo, ahora no recuerdo, y leyó además un pequeño relato sobre su abuelo, su familia y Cartago. Yo a Felipe no lo conocí como sí pudieron conocerlo sus amigos, sus amigas, sus familiares, su pareja, sus vecinos, sus hijos… todos los amigos que estuvieron hoy en el entierro. No sé cuál era su cerveza preferida, su música preferida, lo que lo hacía sentirse feliz por las mañanas. No sé nada. Yo a Felipe solamente lo escuché leer ese día, ese texto. Y yo a Felipe lo recordaré siempre por ese único texto. No recuerdo con detalle las palabras que usó para decir lo que dijo, pero recuerdo claramente, como si fuera ayer, la sensación tan hijueputamente hermosa que me dejó. Eso es lo que recuerdo y esa es la razón por la que siempre voy a estar agradecida con él. Eso es lo que dejó Felipe en mí: el efecto de un texto. La sensación de que a pesar de tanta mierda, de que a pesar de tantas mierdas, la vida es el instante breve en que un muchacho delgadito se sienta en un banco y empieza a leer unas hojas como quien no quiere la cosa, y todo alrededor se hace nada y a la gente le brillan los ojos, porque no hay remedio: agua tiene que salirle a uno del alma cuando la belleza se asoma de esa forma en la boca de alguien. Agua tiene que salirle al alma cuando uno ve a Felipe Granados irse así. La gente sonríe y él lee; son cinco minutos si acaso. No sé cuál era su cerveza preferida, no sé nada sobre él. Solo ese texto. Es lo único que supe de él.

Gracias, Felipe, por ese día y por el agua que nos sacaste del alma.

lunes, 17 de agosto de 2009

1619



Sangre y tiempo
Ilustrísimo Padre,
Ahí van todos.

Rencos, flacos,
una nube de mosquitos
las barrigas infladas.

Son 400
Talamanca en llamas
400 indios bajando de la montaña

a Cartago llegan,
Padre,
y a la par de la hierba
seguirá creciendo la cizaña.

Arde a lo lejos
Gloria a Dios
Arde Talamanca.

Los ojos clavados en el suelo.
Vergüenza ha de darles,
Oh Señor,
la desnudez,
la desgraciada costumbre
de vivir y dormir
al lado de sus muertos.
Por eso vienen enfermos
y se caen de repente
y mueren de repente
y no lloran ni se quejan
solo caminan
cuesta abajo
ruedan como piedras
y es todo silencio.

Talamanca arde
y Cartago cada vez más cerca.
Algunos se desploman;
no importa, son 400.

 
Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.