jueves, 18 de junio de 2009

El Club de Chile

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domingo, 14 de junio de 2009

El último día

Cuando abrí la ventana y puse la bandeja encima de la mesa, la señora Jowell ya se había metido a la ducha. Amaneció gris, como siempre; noviembre es así.
Como la señora no había salido aún, aproveché para correr las cortinas, guardar el abrigo en el armario y colocar el vaso de agua en la bandeja. El cielo, afuera, era casi tan oscuro como la alfombra. Acomodé los diarios en la mesa, al lado de la correspondencia, y esperé a que la señora saliera para servirle la primera taza del día. La semana empezaba siempre igual: el chorro de té cayendo en el fondo blanco de su taza. Llevaba quince años trabajando para ella y sabía que nada en el mundo podría alterar ese rito humeante de cada mañana.

La puerta del baño se abrió y un vapor mezclado con perfume invadió el cuarto por completo. Su perfume era la única cosa que realmente detestaba de ella. Podía soportar cualquier cosa: su mal humor, su hábito de sonar los dientes luego de comer, pero ese hedor de vainilla a las ocho y media de la mañana era mi pasaporte directo al reino de las náuseas. Con la primera arcada estrujándome el estómago, me apuraba a embarrar de mermelada sus tostadas y daba media vuelta para salir corriendo escalera abajo. Una vez a salvo, en la cocina, no pasaban cinco minutos cuando el silencio se quebraba con su Lauraa, Lauraa, las pastillaaaas. Se las dejo siempre al lado de la cucharita, pero nunca las ve, o finge que no las ve.
Aquí están, señora. Sí, Laura, gracias, no las había visto, pensé que se te había olvidado. No señora, siempre se las dejo ahí, no se le olvide. Sí, sí, perdona, ya sabes como soy… con los años me pongo peor. Con gusto, señora, no se preocupe. ¿Necesita algo más? No, muchas gracias. Pregúntele a María si tiene todo para el almuerzo y si falta algo, que Andrés lo traiga, pero que vaya ya, no quiero atrasos. Sí señora, yo le digo, no se preocupe, con permiso.

Bajé las escaleras una vez más, tratando de deshacerme de la pestilencia dulce que me perseguía. Cuando pasé por el ventanal del salón, comprobé que el día, definitivamente, seguiría siendo gris como la alfombra.
Hoy, como todos los lunes, habría almuerzo a las 14 hrs. Pavo en salsa de hierbas, creo, era el menú. Mi mañana transcurriría entre idas y venidas a la cava, arreglar la mesa, lavar vajilla, y ayudar a María con el postre. La señora Jowell, entretanto, tendría que idear una nueva estrategia para sacar a los gitanos de Hackney, al este de la ciudad. Llevaba tres meses intentándolo, en vano, y el Primer Ministro empezaba a indisponerse con el tema. Había llamado varias veces a la casa para decirle que, a como fuera, debía aligerar el proceso. La señora Jowell, una vez que colgaba con él, me pedía que le trajera el cenicero y se fumaba una cajetilla entera hasta quedar sepultada bajo una gruesa capa de tabaco. El resto de la tarde, lógicamente, era de mucha tos y mal humor.
A las 14 hrs en punto, los señores empezaron a llegar, uno a uno, mientras María y yo corríamos con los últimos detalles del almuerzo.

A las 15 hrs 30, pidieron el café. Llevé las bandejas y las coloqué en la sala contigua. Cerraron la puerta y aproveché para almorzar y luego dar una vuelta por el jardín trasero. Hacía frío. La casa de ladrillo era imponente, con amplios jardines y ventanales enormes. La señora Jowell tenía buen gusto para todo, excepto, claro, para su perfume. Sentada debajo del cerezo, aproveché para charlar un rato con los muchachos, que esperaban en las cocheras del fondo y aprovechaban el descanso para fumar un poco.
A las 16 hrs con 45, tuvimos que parar el chismorreo, porque los invitados salieron al vestíbulo para despedirse. Los muchachos apagaron sus cigarros y yo volví a la casa. La tarde pasó rápido. Ayudé a María con la vajilla, luego el té, la novela y más tarde, la cena de la señora, sus pastillas, el cenicero.

A la mañana siguiente, cuando abrí la ventana y puse la bandeja encima de la mesa, la Sra. Jowell ya se había metido a la ducha. Amaneció gris, nuevamente; noviembre es así. Como la señora no había salido aún, aproveché para correr las cortinas, guardar el abrigo en el armario y colocar el vaso de agua en la bandeja. El cielo, afuera, se ponía cada vez más oscuro que la alfombra.
Acomodé los diarios en la mesa, al lado de la correspondencia, y esperé a que la señora saliera para servirle la primera taza del día. El martes empezó igual que el lunes, con el chorro de té negro cayendo en el fondo blanco de su taza.
Los meses transcurrieron normalmente y, así, todo el invierno en su orden imperturbable: baño, vapor, vainilla, arcadas, mermelada en las tostadas. Las semanas como ríos de costumbre. Sin embargo, un jueves, lo recuerdo claramente, la rutina se quebró: mi patrona y su equipo lograron, después de muchos tropiezos y enfrentamientos, desalojar a los gitanos de Hackney. El Primer Ministro llamó a la señora para felicitarla. Celebraron en la casa, hasta bien entrada la madrugada. El barrio estaba limpio, al fin, y todo listo para los Juegos.

Terminada la fiesta, lo de siempre: limpiar, lavar, secar, guardar la cristalería, buscar el cenicero, llevarle la cajetilla.
Pasaron los meses, el curso normal en el caserón de ladrillos, hasta que un miércoles, muy temprano, la casa se estremeció por completo.

Entré al cuarto, que apestaba a vainilla, como siempre, y me topé de frente con el sonido áspero de la taza blanca reventándose en el suelo. La señora Jowell, pálida, miraba la primera plana de su diario predilecto. Semi-inconsciente, había caído de su silla y yacía inerte, crucificada en su alfombra oscura. Tuvimos que llamar a los paramédicos. La sacaron en camilla. Como loca, me puse a juntar sus cosas en una maleta, tapándome la boca por las arcadas que me provocaba el olorcillo dulzón que flotaba en su cuarto. En el suelo, manchado de té, estaba el periódico.

Lo cerré, colocándolo encima de la mesita de noche, y corrí a ver por la ventana. Anudé las cortinas, temblando. A lo lejos, la ambulancia se hacía pequeña en el horizonte, y casi pegando al final de la propiedad, se alzaban las manchas de colores, minúsculas. Ese día, cosa rara, el sol brillaba en lo alto del cielo. Las manchas, claro, eran las carpas. Había humo de fogatas y un ruido creciente de gritos y guitarras. Los gitanos expulsados habían comprado, entre todos, el terreno que la señora Jowell tenía en venta, muy cerca de su caserón de ladrillos; y ese día, justamente, empezaban a instalarse.

Me dio tristeza por la señora, claro, quince años son quince años, pero en el fondo estaba agradecida con los gitanos: me estaban liberando, quizás para siempre, del tufo asfixiante de mi propia rutina.

viernes, 5 de junio de 2009

Asfalto de no saber

La calle,
espalda rota con esquinas,
asfalto de no saber adónde va la tarde cuando llega.
Invierno, todo,
acurrucado invierno en el hocico de un perro.

Y los caños,
ojos abiertos a la costumbre
de tanta espalda rompiéndose en las aceras.

Los caños, ojos abiertos
donde ya no cabe el tiempo en tanto aguacero.

Sabe la muerte a misa de cinco
huele a señoras absueltas que tropiezan,
que tropiezan siempre
con el hocico abierto del mismo perro.
El aguacero les llena los ojos de asfalto,
y las várices, empapadas,
empiezan a dolerles como aceras.

Azules los caños que se quiebran en las uñas,
asfalto de no saber adónde va la tarde cuando llega,
aunque sea siempre al mismo perro y a su espalda rota.
 
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