sábado, 16 de agosto de 2008

Las mil y una noches

jueves, 7 de agosto de 2008

Felipe

Para tío, en Tierras Morenas.


Afuera el día, y adentro mi tío abuelo con los ojos muy abiertos. Enroscado y minúsculo, a pesar del metro noventa que tanta suerte le había traído siempre con las mujeres.

Se llevaron un televisor, un cepillo eléctrico, dos pares de zapatos, y un reloj -no el de arena que tenía en la mesita de noche, a la par de la cama, sino uno de batería, 100% made in China-.

A cambio le dejaron dos balas, una que entró y salió, estrellándose contra la pared que daba al patio; otra que lo despedazó por dentro.

Afuera cantaban las chicharras y el viento, mientras adentro la sangre resbalaba en las rendijas de la madera.

Mi pobre tía, como todos los martes, venía llena de bolsas y recados. Cómo imaginarse que ahora, en cuestión de una ida a la pulpería, mi tío Luis se había convertido en un extraño que empapaba de rojo su cocina, un cuerpo inerte que la dejaba ahí, paralizada y ahogada de miedo.

Felipe fue el único que vio a la muerte llegar.

Mordió la cuerda y se zafó, y a como pudo llegó a la puerta de la cocina. Ahí vio la mancha roja, incontenible, agrandándose más y más en la madera. Vio a tía cuando entró y escuchó el ruido de sus bolsas desparramándose en el suelo.

Toda la noche lloraron. Ella soltando de a poquitos ese cuerpo encogido, ahora desangrado y desconocido, dejándose ir en picada a la tristeza; y él hecho un puño en el patio, con esa forma extraña de llorar que tienen los caballos.

Al día siguiente, hubo una cola interminable de vecinos y familiares, la finca repleta, un molote de gente caminando despacito rumbo al cementerio.

La finca de mi tío era el último pedazo de tierra sin vender, una isla encallada entre dos hotelotes cinco estrellas. Mil veces los gringos ofrecieron comprársela y otras tantas dijo él que no y que no. Daba media vuelta, ensillaba a Felipe, y los dejaba hablando solos, con un puñillo de billetes verdes saliéndose de sus pantalones.

Creo que por eso lo mataron, porque ese terreno era un camino de agua en un Guanacaste cada vez más seco.

El entierro fue a las diez de la mañana, con Felipe a la cabeza, a trote lento al lado de mi tía abuela. Él con los ojos negros, enormes y llenos de lágrimas, con el lomo arqueado por el viento, y ella con la cara arrugada por la ausencia.

Cuando llegamos al cementerio, antitos del mediodía, Felipe se paró al lado de la caja y no hubo forma de moverlo. Se pegó como una estaca al suelo, hasta que mis otros tíos tomaron el ataúd y lo bajaron. En ese momento su calma se convirtió en furia, los ojos se le llenaron de grito, y levantó las patas, desesperado, alzó la cola y relinchó desde lo más seco de la finca arrasada.

El reloj de arena dejó caer el último grano, en la mesa de noche, y Felipe, con la crin revuelta por el viento, emprendió galope firme hacia la tarde, con mi tía acurrucada en su lomo.
 
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