En el kinder había dos clases de chiquitas: las que se adueñaban de la casita, generalmente eran cuatro o cinco, y las que merodeaban la casita a una distancia prudencial, normalmente más de diez. La lógica de las primeras era simple: impedir la entrada a las segundas, y la de éstas, buscar mecanismos para resistir a las primeras. Lucha de clases en estado embrionario.
Tomando como referente el ombligo imaginario de ese patio –la casita-, mi mundo de 1984 se dividía nítidamente en dos clases de mujeres: las de adentro y las de afuera.
Yo era de las que vivía en la periferia, cosa que, debo admitir, lejos de mejorar ha ido empeorando con el paso de los años. Yo era de las que conjugaba los verbos en casita: la soñaba, la dibujaba, la tocaba desde lejos, la deseaba, la merodeaba, la peleaba, la lloraba, la mordía, la hablaba, la reclamaba. Tengo la teoría de que ahí se me incubaron la escritura y la nostalgia.
Para las chiquitas de adentro, la casita simplemente era. Punto.
Para las de afuera, como yo, era un podría ser, un me gustaría. Cicatriz primordial. Diferencia ontológica de base.
Pienso que ahí, en ese patio que olía a ciprés y a cafetales, a más de una se le despertó el gusanillo de la revolución. También me doy cuenta que para muchas de mis amigas la vida no ha sido más que la reescritura de ese patio lleno de viento, la lucha incansable por conquistar esa casita de tablas pintadas y reivindicar a la chiquita que siguen siendo a pesar de mayoría de edad y ese tipo de cosas.
Aunque a los cinco años era difícil entenderlo, lo cierto es que haber estado en la periferia, en el resto del mundo que no era ombligo, nos hizo liberarnos de esclavitudes desvencijadas. Nosotras, a diferencia de ellas, cazábamos mariquitas, construíamos ciudades con tucos de colores, nos colgábamos de cabeza en los pasamanos, hacíamos tortitas de barro y perseguíamos sapos luego del aguacero.
Libertad de la buena.
Pero siempre, debo confesarlo, a pesar de las rayuelas y las rodillas cholladas, quedaban pedacitos de nostalgia en las bolsas de la gabacha, esa sucia tristeza de tablones verdes flotando en los ojos, esas ganas de ver el patio desde adentro de la casita, y habitarla aunque fuera sólo durante un recreo, en un acto de suprema libertad.
En el fondo la cosa era saber qué se sentía estar adentro del ombligo que dividía al mundo en 1984.
Toda la vida me he preguntado qué sentían las chiquitas de adentro, si estar ahí las hacía tan felices como creíamos nosotras, las de afuera; si el placer era estar en la casita o impedirnos el paso a las demás. También me pregunto qué estaría escribiendo ahora si hubiera sido como ellas. ¿Tendría acaso una nostalgia de mariquitas y tortitas de barro, un eco de agua llovida entre las manos? A lo mejor me perseguiría la tristeza de no tener cicatrices en las rodillas y la sensación irreparable de que me quieren robar la casita, o tal vez el pavor de no tener amenazas suficientes para sentirme dueña de algo.
Con suerte y mi hija, cuando esté más grande, me saque de dudas. Ella, por cosas de la vida, es de las de adentro.