domingo, 28 de octubre de 2007

El ombligo del patio


En el kinder había dos clases de chiquitas: las que se adueñaban de la casita, generalmente eran cuatro o cinco, y las que merodeaban la casita a una distancia prudencial, normalmente más de diez. La lógica de las primeras era simple: impedir la entrada a las segundas, y la de éstas, buscar mecanismos para resistir a las primeras. Lucha de clases en estado embrionario.

Tomando como referente el ombligo imaginario de ese patio –la casita-, mi mundo de 1984 se dividía nítidamente en dos clases de mujeres: las de adentro y las de afuera.

Yo era de las que vivía en la periferia, cosa que, debo admitir, lejos de mejorar ha ido empeorando con el paso de los años. Yo era de las que conjugaba los verbos en casita: la soñaba, la dibujaba, la tocaba desde lejos, la deseaba, la merodeaba, la peleaba, la lloraba, la mordía, la hablaba, la reclamaba. Tengo la teoría de que ahí se me incubaron la escritura y la nostalgia.
Para las chiquitas de adentro, la casita simplemente era. Punto.
Para las de afuera, como yo, era un podría ser, un me gustaría. Cicatriz primordial. Diferencia ontológica de base.

Pienso que ahí, en ese patio que olía a ciprés y a cafetales, a más de una se le despertó el gusanillo de la revolución. También me doy cuenta que para muchas de mis amigas la vida no ha sido más que la reescritura de ese patio lleno de viento, la lucha incansable por conquistar esa casita de tablas pintadas y reivindicar a la chiquita que siguen siendo a pesar de mayoría de edad y ese tipo de cosas.
Aunque a los cinco años era difícil entenderlo, lo cierto es que haber estado en la periferia, en el resto del mundo que no era ombligo, nos hizo liberarnos de esclavitudes desvencijadas. Nosotras, a diferencia de ellas, cazábamos mariquitas, construíamos ciudades con tucos de colores, nos colgábamos de cabeza en los pasamanos, hacíamos tortitas de barro y perseguíamos sapos luego del aguacero.

Libertad de la buena.

Pero siempre, debo confesarlo, a pesar de las rayuelas y las rodillas cholladas, quedaban pedacitos de nostalgia en las bolsas de la gabacha, esa sucia tristeza de tablones verdes flotando en los ojos, esas ganas de ver el patio desde adentro de la casita, y habitarla aunque fuera sólo durante un recreo, en un acto de suprema libertad.

En el fondo la cosa era saber qué se sentía estar adentro del ombligo que dividía al mundo en 1984.

Toda la vida me he preguntado qué sentían las chiquitas de adentro, si estar ahí las hacía tan felices como creíamos nosotras, las de afuera; si el placer era estar en la casita o impedirnos el paso a las demás. También me pregunto qué estaría escribiendo ahora si hubiera sido como ellas. ¿Tendría acaso una nostalgia de mariquitas y tortitas de barro, un eco de agua llovida entre las manos? A lo mejor me perseguiría la tristeza de no tener cicatrices en las rodillas y la sensación irreparable de que me quieren robar la casita, o tal vez el pavor de no tener amenazas suficientes para sentirme dueña de algo.

Con suerte y mi hija, cuando esté más grande, me saque de dudas. Ella, por cosas de la vida, es de las de adentro.

viernes, 19 de octubre de 2007

octubre no para de llorar

sábado, 13 de octubre de 2007

Recordatorio de octubre


Durante ese año me robaron mi salario no sé cuántas veces. Así que empecé a sentirme como la heroína de una novela Televisa, con cara de Lucerito en su mejores años, medio Sísifo en todo caso, porque me pasaba toda la semana subiendo la cuesta de las transcripciones, descifrando le lengua franca de los gerentes del Banco hasta que llegaba el jueves, me depositaban el salario, e ipso facto llegaba el mopri y me chuliaba. De pronto estaba metida en una novelucha policial y cada uno de mis colegas era un ladrón en potencia.
Para consolarme, panza arriba en la cama, me decía que se trataba de un guiño que me hacía la vida, un pellizco en la nalga de la rutina, en fin, algo que me sacaba de la asfixiante sincronía de los días en el sétimo piso del Banco Popular.
Empecé a consultar toda esa sabiduría popular a la que uno recurre cuando todo lo demás está desahuciado. Me hacía unas terapias intensivas de padre y señor nuestro, y cada jueves, a las dieciocho horas con treinta y tantos minutos, le encendía una vela a la Negrita, y me decía "hoy no, mamita, hoy no, la ratica de dos patas no va a sucumbir en la tentación", digo, porque ya era mucho, y la vida no puede ser así, tan cruel con la gente que se gana la vida con el sudor de sus dedos y el sacrificio de sentir cómo se le va reventando el túnel carpal poquito a poco.

Ese día, con el bus tambaleándose al final de la tarde, sorteando los huecos a la par de la muchacha que mascaba chicle con tanta energía como si el mundo fuera a acabarse en la próxima esquina, aturdida con La Hora de Los Novios y la voz melosa de la locutora y su Tauro saluda a Géminis, que lo ama mucho, y Osita saluda a Osito, que lo espera hoy en la noche, me deshacía en la desesperación de no saber, en la intangible identidad del ladroncillo de mierda que ya para entonces atentaba fuertemente contra mi salud financiera y mental, o lo poco que quedaba de ellas; ahí, terriblemente sola y abrazada a mi bulto, como todas las tardes en el bus de Cedros, con cara de Osita ajustició a Osito, de Sagitario enfurecido mató a Acuario indefenso, me percataba de que era digna para estar mañana en la primera plana de la Extra, o peor aún, de la Teja. Me dejaba ir en picada mientras el chofer, ahogado en cadenas y repleto de anillos, luego de escanear las partes más carnosas de mi cuerpo, abría la puerta y de muy mala gana me lanzaba a la noche, con esa forma tan dulce que tienen ellos para expulsar seres humanos al aguacero torrencial, a lo más crudo de octubre luego del referéndum, y una vez ahí no quedaba más que llorar y llorar por las cosas que pasan cuando la gente dice Sí. No quedaba nada más que ganas de llorar y seguir diciendo No.

Ya en la casa, abrazada a las cobijas, sucedía la avalancha de siempre, el laberinto existencial de no saber quién se empeñaba en hacerme la más ojerosa y malpensada de todas las transcriptoras del sétimo piso. Pero nada, los días siguieron su curso, y yo, la de ágiles dedos, la de oídos cansados, ponía todos sus sentidos en el tecleo de sus actas y cuando podía, de sus actos, resignada a ser cliente frecuente de la plataforma de servicios, en donde terminé haciéndome íntima de los muchachos que muy amablemente rehacían mi tarjeta cada semana. Sin embargo, cuando estaba a punto de presentar un cuadro paranoico de 7.5 en escala Richter, resulta que la Negrita me concede audiencia y me demuestra que los milagros pasan todos los días, que llegan con la puntualidad de la sección de Sucesos.

Al día siguiente, como todos los días desde hace tantos años, llego a la oficina y hago plop cuando me acerco a mi escritorio y veo un par de orejas enormes, inconfundibles, y el lunarcito altanero a la orilla de la boca, me froto los ojos y en efecto, es él, el mismísimo premio Nóbel, encorvado en mis gavetas, husmeando como una rata entre papeles. El presidente del Sí, consumido de jupa entre mis cosas, así como se oye, escarbando en mi malhadada billetera de transcriptora. Entonces, en ese cubículo de cuatro metros por seis, veo venir a mi abuelo, a mi abuela, a los hijos que no he tenido, a mis vecinos perseguidos, a la gente que me abrazó sin conocerme en las calles; la veo venir a ella, nítida: la furia de octubre y sus aguaceros. Y con todos ellos a mis espaldas, gritando en silencio, cuando ya las ganas de ahorcarlo son cataratas que empiezan a inundarme las manos, me le tiro encima en un puro terremoto de hijueputazos amargos.

Al día siguiente, naturalmente, la noticia salió en la primera plana de la Extra, “Transcriptora del Popular trata de ahorcar al Presidente”, pero dos días después, como era de esperarse en este país, ya todos la habían olvidado.

La paz siguió su curso inevitable, y él, impune, siguió robándose mi salario cada jueves.
Escribo entonces para los hijos que aún no he tenido, para que recuerden que el Ladrón era él, para que nunca olviden que siempre lo fue.
 
Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.