miércoles, 22 de agosto de 2007

Adana y Evo




Todos los amores empiezan en el Paraíso y van degenerando hasta convertirse en infiernos de mayor o menor intensidad, infiernos simpáticos, calientes y gorditos, pero infiernos al fin y al cabo.

Adana era ancha desde cualquier ángulo, sobre todo en su forma de pensar. Evo era delgadísimo y lo era aún más al lado de Adana. Callado y un poquito jorobado, pausado en el hablar. Sus ojos eran demasiado brillantes, tan brillantes que Adana, a pesar de sus agudísimos problemas de visión, los veía emerger en la pastosa oscuridad del Paraíso.
Esa noche, por cuestiones del destino y de la levadura, salieron juntos por primera vez; digo juntos, porque no sé cuántas veces había salido cada quien por su lado, con la madrugada mordiendo sus talones y una goma delagranputa incubándose en la parte izquierda del estómago, pero ese día –por obra y gracia de la cerveza- tropezaron cerca del baño, quebraron las jarras, le cayeron encima al mesero y rodaron en el suelo llevándose en banda a más de un parroquiano. Dicen que el escándalo fue tan grande que tuvieron que apagar la música, prender las luces y llamar a Serpiente, el gordo de la entrada, para que pusiera orden en ese desastre que anunciaba la incipiente llegada del amor y, claro está, la expulsión definitiva del Paraíso.
Y así, en la curva final de un domingo, en la curva final del sétimo día, ellos encontraron, sin quererlo, la forma más ruidosa y sublime de salirse del Paraíso.

Expulsados como estaban, no les quedó más remedio que rodar las calles en busca de un lugar suficientemente grande para almacenar los lagrimones que botaba Evo por sus ojos. Dice Adana que sus lagrimotas parecían más un jugo de estrellas que un simple llanto de borracho, y ella, enternecida hasta el último recodo de sus ochenta kilos, lo rodeó con sus brazos y lo abrazó como si estuviera condenada a morirse al día siguiente.
Esa noche se lo llevó a dormir a su casa, lo desvistió, lo metió en la cama y lo dejó flotar en el sueño de su borrachera. Roncó a su lado con la confianza que solamente se le puede tener a un desconocido, y soñó que la casa se hundía en un balde repleto de libélulas azules.
Con el primer rayo de sol que embarró de amarillo las sábanas, se quitó la ropa y le hizo el amor como si estuviera condenada a morirse al día siguiente.
Evo lloraba unos lagrimones incandescentes, pero esta vez, según me explicó Adana, eran de felicidad y no de borrachera. El pobre lloró hasta que le dio una sed de los once mil diablos y tuvo que dejar a Adana cobijada en un charco de sudor y correr a la cocina a buscar un vasote de agua que, en menos de lo que canta un gallo, se le volvió a escurrir por los ojos.
El lenguaje de Evo era lacrimal por naturaleza, podía fertilizar un desierto si se concentraba un poquito, era cuestión de tener algo que le activara el recuerdo, y precisamente, eso fue lo que hizo Adana, le activó el recuerdo de algo grande y tibio, algo tan raro que le inundó los ojos de puntitos verdes y le cortó de un tajo la respiración.
Aquella mañana, Adana quedó envuelta en su charco de sudor, embarrada de luz y felicidad. Recordó las libélulas de su sueño, las del balde azul que se tragaba la casa, y se enterneció todavía más, se dio cuenta que se enamoraría de Evo por una razón muy simple: le había recordado que la vida era el sonido del agua corriendo en las canoas, la luz del lunes entrando por la ventana, las boronas del pan encima de las sábanas.

A partir de ese día, la felicidad de Adana empezó a chorrear desde los ojos de Evo y la felicidad de Evo, desde la tibieza que le salía a ella de las manos y de las caderas. Para ellos, alejarse del Paraíso fue como salir de una panza oscura, un útero espumoso y lleno de recuerdos, fue como encontrarse al invierno de golpe, al otro lado de la calle.

Adana me contó que llegó al Paraíso gracias a Serpiente, el mismísimo gordo que dos años después se encargó de echarla. Digamos que Serpiente fue algo así como el artífice involuntario de la historia que estoy contando, y por eso Adana y Evo le están sumamente agradecidos, quizás por eso desde muy pequeña me acostumbraron a decirle Tío Serpiente.

Y fue así como empezaron a habitar el génesis del lunes más intenso de sus vidas y de paso, se embarazaron de mí.
Los achaques empezaron justo después del mediodía. Como era de esperarse, creyeron que era goma y no un espermatozoide de larga cola buscando un ovulito en dónde anclarse a la vida. Y así empecé yo a transcurrir los nueve meses en la panza de Adana, mi mamá, hasta que me tocó llegar al mundo, expulsarme también del Paraíso, con un cargamento de libélulas que ni para qué les cuento, y unas lagrimones torrenciales, igualitos a los de mi papá.

lunes, 13 de agosto de 2007

Breve. Vida nueva en el sur

La gringa se consumió de cabeza.

Enterró las manos, la nariz, los codos. Lo enterró todo: su enorme cuerpo, fósil viviente de hamburguesas y litros de coca cola, sus noventa y tres kilos de frustración. Todo ese cuerpo gelatinoso y extraordinariamente grande, absorto en la tarea de detectar brotes de terrorismo en el fondo oscuro donde yo había tratado de comprimirlo todo, en vano.
Al finalizar su inmersión –era como ver a un mastodonte buceando en una caja de fósforos-, hizo una mueca que dio por terminado nuestro encuentro, un gesto agrio que revelaba, sin reparos, la inmensa frustración de que yo no fuera la hija bastardita de Osama Bin Laden.
Era impresionante ver a esa mujerona luchando en vano para que su maquillaje no terminara de arruinarse con el diluvio que empezó a bajarle de la frente, haciendo estragos en su uniforme y formando un caminito irreverente que iba marcando el contorno de sus apoteósicas tetas.
La pobre buscaba en las rendijas de mi acento, en los pliegues de mis párpados, en las portadas de mis libros, en mi forma de respirar y de decir yés o nou; pero a pesar de todos sus esfuerzos y su enorme deseo de que fuera yo la ansiada bastardita, yo no era más que yo y mi exceso de equipaje tratando de cruzar el charco.

Ella, pulcramente entrenada, me enseñaba sus colmillos afilados al otro lado de la mesa, mientras su perrito rottweiler, replegado en la retaguardia, esperaba muy quieto y obediente la señal para tirárseme encima. Pero por más que buscó y revolvió entre calzones, abrigos, libros, tarros de Salsa Lizano, medicinas, café, bufandas, guaritos, medias, tapitas, más calzones y más libros, tuvo que aceptar, exhausta y decepcionada, que el contenido de mi maleta no le permitía cumplir con su cuota diaria de terroristas. Y entonces, con la mueca tatuada en el rostro, con la daga del tercer-mundo atravesándole el orgullo, se enderezó poco a poco, temblando de rabia, y me señaló el rótulo de enfrente: ¡Exit!

Respiré hondo y recogí mis cosas a como pude; ahogada de tristeza al ver el cementerio de guaritos estripados que había quedado en el fondo de mi valija nueva. Ni modo, me dije, y seguí caminando hacia la sala de abordaje.
Una vez allí, esperé, esperé y esperé, hasta que la aeromoza anunció que los pasajeros de la fila B debían abordar. Como yo era D, tuve el tiempo suficiente para medio reponerme al atentado que un país sin torres acababa de perpetrar en mi maleta.
Al oír que llamaban a los D, arranqué los pies del suelo, me despedí de la obesidad circundante, kilos de soledad en los ojos de los gringos, y alzando la vista, abordé el avión que me hundió por pura gravedad en el sur de Francia.

Octubre crujía ruidosamente en las aceras, acomodándose en mi espalda como un dolor muy viejo, hasta que el día menos pensado empezó a deshacerse encima de los vendedores que, poco a poco, iban llenando de castañas humeantes las esquinas del Cours Mirabeau.
Doce horas como asistente de español, un cuarto pequeño dónde dormir y muchas horas libres. Así era mi vida cuando el frío empezó a transcurrirme de arriba abajo, de lado a lado; el frío de hace quince mil años anidando en las uñas, escurriéndose por las aberturas más pequeñas de mis veintidós años. Agudo en las orejas, transparente entre los dedos.
Luego llegó diciembre y su olor a crepas con Nutella, las avenidas repletas de luces y de gente, y claro, sentarme a esperar que algo fuera de lo común sucediera en mi pedacito de banca, de cemento en vida.
A lo mejor, las muecas que hacía la gringota a los pasajeros, eran parecidas a las que yo les hacía a los personajes que, ahorcados por sus bufandas, con los ojos desorbitados, subían y bajaban las calles buscando una terraza climatizada para protegerse del frío.
Más de una vez, después de revolver mi vida en esa banca, de darle vueltas, de rodearla y abrazarla, terminaba con ganas de que alguien me viera a los ojos sin motivos, para provocarle sospechas o algo, lo que fuera.

Pero nada. La gente siempre pasaba, apresurada, sin darse cuenta de las muecas que yo les hacía con todo el interés del mundo.
El invierno seguía despedazándose lentamente en las esquinas, mientras yo me agarraba con fuerza a esa vida tan breve, al gesto de abrir curiosamente los ojos y meter las manos en un lugar que deseaba conocer, aunque fuera a pedazos.
Y en ese esfuerzo por encontrar algo, para desgracia mía, me iba pareciendo cada vez más a la gringota, no tanto en términos de carne, sino en eso de andar imaginando cosas raras de la gente.
Ejercitaba mi mente inspeccionando a los peatones y sacando conclusiones a partir del color de sus abrigos, la forma en que arrastraban los pies, o el gesto, casi siempre desinhibido, de rascarse las axilas o meterse el dedo en la nariz, creyendo que nadie los veía. Ciertamente, mis rutinas de observación iban perfeccionándose cada vez más, mientras el tiempo seguía su marcha en la curva de los ojos, en los minutos enterrados debajo de las calles.

Y en ese trajín se me fue escurriendo el contrato de asistente, hasta que, a finales de julio, extrañando a muerte el invierno y doblando las esquinas en busca de castañas muertas, encontré mi banca sobrepoblada de palomas.
Limpié las cuitas a como pude, y me senté por última vez a ver cómo la gente, la misma gente desconocida de siempre, moría a paso lento, ahorcada por el calor. Ni modo, pensé, ésta será mi última sinfonía de cuitas y plumas.

Y efectivamente, en un abrir y cerrar de ojos estábamos de nuevo mi maleta y yo haciendo fila en ese aeropuerto interminable.
Ella y yo, solidaria y orgullosamente unidas frente a esa gringa inmensa que era exactamente igual a la primera: un monumento de carne mal acomodada, una panza en expansión, una oda al consumismo extremo de un país huérfano de torres, en donde cualquier cosa en mi valija valía más que yo.
Sudorosa y agitada, después de revisar mis pertenencias de arriba abajo, se alejó a hablar con un hombre que, supongo yo, era su jefe. Otro gordo hiperbólico y malencarado.

Los vi intercambiar algunas palabras, con tan mala suerte que no escuchaba nada, hasta que la gringa se acercó nuevamente y algo increíble empezó a abrirse paso desde lo más profundo de su uniforme. Algo grande, casi tan grande como ella, tan fuerte que iba reventando una a una las costuras azules que le sostenían las tetas y la respiración.
Al verlo, el hilito de sudor se hizo aguacero en mi pobre espalda machucada por tantas horas de vuelo y, como era de esperarse, pensé lo peor: Esta gringa me va a mandar a la mierda por mi cara y por estar leyendo cosas de Venas Abiertas y América Latina.

Solo alcancé a cerrar los ojos…y ahí empezó el calor a hacerse más y más intenso, y ese olor inolvidablemente espeso penetrando mi nariz.
Cuando los abrí, todo era oscuridad en medio de un silencio que olía a papas fritas
.
La sala era pequeña y yo estaba en el medio, muerta del susto; mientras tanto, ella, insaciable, prendía una lámpara y abría nuevamente mi maleta. Luego de vaciarla por completo, desparramando todos mis libros sobre la mesa, acercó una silla y me vio directo a los ojos, frunciendo el ceño y señalando el texto de Galeano con el dedo índice.
Yo para entonces me había resignado a lo peor y, sin parpadear, me abandonaba en picada al destino manifiesto que se abría como el pico afilado de un águila hambrienta, listo para engullirme en un dos por tres y escupirme, directo y sin escalas, a Guantánamos de todos colores y tamaños.
Se me fue acercando cada vez más, hasta que sentí el peso de su hálito a papitas mal digeridas, una estaca de grasa detrás del cuello. Cerré los ojos nuevamente y, completamente paralizada, sentí un calorcito raro, muy cerquita del oído:

“Galeano es mi favorito escritor, mucho bueno… Yo siempre buscar y buscar en maletas de latinos como usted, buscar por ese libro, ¿Usted vender? ¿Usted, usted vender a mí, please…sin decir nadie, sin decir mi Jefe?”

Quedé como en misa. Muda ante semejante confesión, y no pudiendo hacer más, estiré la mano, temblando, y le entregué a Galeano sin oponer resistencia.
Acto seguido, se me apagaron las luces y me desparramé en el suelo con todas mis horas de vuelo amarradas a la espalda, con mi sinfonía de cuitas y palomas haciendo estragos en la cabeza, y las caras de la gente, las bufandas, el invierno, los adoquines, las hojas secas en el cemento helado de mi banca: todo mi viaje comprimido en un segundo, agolpándose en esa maleta que ya nunca más he vuelto a usar para otra cosa que no sea recordar lo breve que puede ser la vida, y claro, lo inesperadas que pueden ser las gringas en sus aeropuertos.
















































sábado, 11 de agosto de 2007

Siete punto cinco

Empezó a temblar justo cuando papá se trepó en la silla para colgar la jaula. A pesar de que el temblor duró poco, a mi papá esa colgada de jaula por poquito y le cuesta la vida: en medio de un 7,5 en la escala de Richter cayó al suelo, y en un abrir y cerrar de ojos, tenía una pierna quebrada, la clavícula rota y tres dedos de la mano izquierda hechos pedazos.

Mamá, como siempre, fue quien se hizo cargo del desastre. Barrió las plumas, y con una destreza impresionante, se las ingenió para recoger a mi papá y ponerlo a salvo de los picotazos que le daba el atolondrado animal. Mi papá, como siempre, aguantaba el dolor y se mordía la lengua para que mi mamá y yo no lo viéramos llorar. Y así, mientras mi papá se cagaba en las tres cuartas partes de la Humanidad y en gran parte del Reino Animal; el perico, preso del espanto, se cagaba del susto e intentaba burlar los esfuerzos de mi madre para evitar que sus picotazos destrozaran la cabeza de mi papá; entretanto, yo me quedaba muy quieta en el marco de la puerta, esperando que terminara el temblor y observando, sin querer, el final de mi infancia.
A pesar de que apenas estaba aprendiendo a contar, el sopapazo de mi papá, los revoloteos del perico y la silenciosa abnegación de mi mamá, me hicieron entender que de todos los números que conocía –en ese momento solamente conocía diez- el número tres era el que, ciertamente, le traía más problemas a las personas.

A partir de ese temblor ya nada fue igual en la casa, empezando porque a papá lo enyesaron durante un mes y para él, mi recién llegada mascota dejó de ser un simpático animalito y pasó a ser un hijueputa pajarraco de mierda.

Desde ese día y en honor al percance, el perico fue bautizado con el nombre de Siete punto cinco.

La entrada de Siete en nuestras vidas fue absolutamente telúrica: las réplicas de su llegada continuaron sintiéndose durante años. La verdad es que yo estaba contentísima con la llegada del perico porque vino a llenar un gran vacío en mis cinco años: mis papás no querían hacerme un hermanito y en el barrio donde vivíamos, para colmo de males, había escasez de animales y de niños. Yo era la única persona de cinco años en todo el vecindario y mi vida, hasta ese momento, había sido un poco solitaria.
Mi papá salió del yeso un viernes por la tarde. Llegó a la casa renqueando. Ese día, Siete estaba muy ocupado atrayendo la atención de mi mamá, ella estaba demasiado ocupada atendiéndolo a él, y yo, dadas las circunstancias, estaba muy concentrada ingeniándomelas para hacer que mamá se fijara en mí; en pocas palabras, había demasiadas probabilidades de que ninguno de los tres se diera por enterado del regreso de papá.
Después de un rato, Siete, mamá y yo nos percatamos de que papá estaba en la sala, observándonos en silencio. Mamá lo abrazó y le dio un beso largo en la boca. Yo corrí a abrazarlo también. Papá me alzó y me dio un beso en el cachete. Se veía tranquilo, pero cuando lo vi de cerca, supe que tras las cicatrices de aquella caída y la aparente tranquilidad de su mirada, mi papá ya no era el mismo, su estadía en la hospital lo había convertido en un incipiente asesino de pericos.

Ese viernes empezó la lucha de mi madre por reconciliar al perico con mi papá, la lucha de mi padre por eliminar al perico y la lucha mía por salir ilesa de todo eso. Desgraciadamente, a pesar de los esfuerzos de mamá por lograr un entendimiento entre mi papá y el animal, el daño estaba hecho y, al parecer, no había posibilidades de arreglo entre ellos. Cuanto más odio le profesaba mi papá al animal, más enamorado y posesivo se ponía Siete con mi mamá. Entretanto, yo quedaba cada vez más excluida de ese triángulo de amor-odio que creaba vínculos indisolubles entre mi emplumada mascota y esos dos personajes grandes e incomprensibles que yo quería tanto.
A Siete nadie podía tocarlo, excepto mi mamá; cualquier mano ajena a la de mi madre corría el riesgo de sufrir lesiones irreparables si se acercaba a su jaula. Mi papá lo sabía pero no lograba eludir una inexplicable necesidad de acercársele a Siete. Era tan profundo el odio acumulado durante las horas muertas de su convalecencia, que al regresar a la casa, se dedicó a rondar la jaula del perico para ensayar los más refinados, absurdos e infructuosos intentos de asesinato. Mamá lo sabía y lo dejaba hacer.
Supongo que detrás del aparente amor que le profesaba a mi mascota, lo que más disfrutaba era ver cómo su esposo se enfermaba de celos y estaba absolutamente dispuesto a convertirse en asesino exclusivamente por ella.
Aunque en un inicio no podía entender el odio visceral de mi papá hacia Siete, muy pronto me di cuenta de que en esta historia entre mis padres y el perico, nadie era inocente, ni siquiera yo, que medía menos de un metro y en ese entonces, solamente sabía contar hasta diez.
En otras palabras, papá no era el único que experimentaba arrebatos asesinos; confieso que en varias ocasiones a mí también me dieron ganas de matar: a mi mamá porque me había arrebatado el amor de Siete, a papá por querer matar a mi mascota, a Siete por hacer que mamá se olvidara de mí, a papá por querer tanto a mi mamá y a mi mamá por estar tan enamorada de mi papá.
Poco a poco fui entendiendo que cuanta más atención le brindaba mi mamá al animal, más celoso se ponía mi papá, y cuantos más celos sentía mi papá, más feliz se ponía mi mamá. En pocas palabras, el odio de mi papá por Siete era proporcional a la devoción del perico por mi mamá. Ella, por su lado, gozaba con el sufrimiento de mi papá, y Siete, metido en su jaula y en sus plumas, resultaba ser el más astuto de todos, pues manejaba a su antojo los hilos de nuestra cotidianidad.

Tras múltiples intentos de asesinato que Siete esquivaba sin mayor problema, venían los reclamos de mi madre, pataletas de furia en defensa del pobre perico.
Al escuchar estas cosas, hundida en mi cama, me asombraba la rapidez con que un animal podía mutar de animalito a bicho y pensaba que esta capacidad de mutación no era un rasgo exclusivo de mi pobre perico, ya que mis papás, justo después de pegarse cuatro gritos, se enredaban en un beso larguísimo y desaparecían de mi vista hasta el día siguiente. En medio de todo este desbarajuste de reclamos y celos, a veces corría a refugiarme con Siete. Al principio, me impresionaba ver que el perico dormía plácidamente en medio de los gritos, pero después, con el paso del tiempo, logré hacer lo mismo sin mayores problemas.
Las trifulcas siguieron reproduciéndose con menor o mayor intensidad a través de los años; entretanto, aprendí a leer, escribir, hacer restas, sumas, multiplicaciones y divisiones, y sobre todo, a dejar que mis papás siguieran peleándose y reconciliándose a costillas de mi perico.
Con el paso de los años, papá abandonó sus intentos de asesinato y firmó una especie de acuerdo tácito con mi mamá: ella siguiría consagrándose al cuido de mi mascota y él se esmeraría en dosificar sus reclamos; de este modo, se aseguraban una peleíta de vez en cuando y, claro está, una buena reconciliación.

Desgraciadamente no hay perico que dure cien años y Siete murió cuando yo tenía doce. Amaneció tieso en su jaula, preso de una longevidad esculpida gracias a los gritos de mi papá y a los cuidados amorosos de mi mamá.

-¡¡¡Dios mío!!!, gritó papá, ¡¡¡¡Siete está muerto!!!!!

Ante el grito de alarma, mamá y yo bajamos corriendo las escaleras.
Creo que nunca olvidaremos la cara de papá y, más que todo, sus esfuerzos por contener los lagrimones que recorrieron lentamente su rostro hasta desencajarlo por completo. Mamá, como siempre, fue quien se hizo cargo del desastre. Yo me quedé muy quieta en el marco de la puerta, convencida de que la muerte de Siete, sin lugar a dudas, les costaría el matrimonio.

viernes, 10 de agosto de 2007

Algunos sapos mueren en setiembre



Todavía me cuesta creer que en tu aeropuerto no me hayan cobrado sobrepeso, y mas aun, que el espíritu dupinesco de tus colegas haya pasado por alto que además de la cartera, el bolso y el maletín, yo cargaba en mis maletas al mismísimo edificio del María Auxiliadora con sus treinta y cinco monjas muy bien acompañadas por toda clase de fetiches religiosos: relicarios, rosarios, crucifijos para todos los gustos, estampitas, misarios, querubines rechonchos, botellas de agua bendita y una colección de San Antonios puestos de cabeza...

Con dieciocho años recién cumplidos y semejante bagaje cultural, aterricé yo en tu país y en tu vida. Y es que no fueron cinco ni seis, fueron trece años durante los cuales mi cabeza fue llenándose de diluvios, serpientes, demonios, manzanas, arcas y mucho, muchísimo azufre. Cuando pienso en mi adolescencia lo que veo es un prolongado y sistemático exterminio de estrógenos.

Así que mientras tus hormonas crecían libremente en el ambiente más laico y provenzal de este país, yo me las ingeniaba para sobrevivir a los delirios de una orden religiosa que había sepultado al deseo bajo gruesas bolas de naftalina. En pleno siglo veinte y aunque no podás creerme, tenía que ducharme con ropa y sentarme en la taza a esquivar la samueliadora mirada de Dios. Todo porque en el umbral de los baños y en cada pared disponible de mi adolescencia, las monjitas se esmeraron en grabar el eslogan: "Dios me ve". Es claro que en asuntos de propaganda, la Madre Superiora no tenía nada que envidiarle a Goebbels.

Te aseguro que al terminar quinto año y como resultado de una sobre exposición a la mirada de Dios, el estreñimiento existencial me había convertido en una Eva que paría con dolor los cerotitos más angelicales en la historia de Occidente. Entretanto, vos te fumabas tu primer puro, buscabas la playa bajo los adoquines, te cogías a tu profesor de Literatura Latinoamericana y aprendías a tomar la píldora; todo al mismo tiempo y sin el menor asomo de culpa.

Pero nada en ese colegio, ni siquiera ir al baño con el ojo de Dios espiándote los escondrijos, era tan repugnante como el padre Gomariz.
El jueves por la noche significaba en mi vida la puesta en escena de aquello que las monjas llamaban infierno: daba vueltas en mi cama buscando pecados que complacieran las expectativas de ese gordo insaciable. Todas sabíamos que para Gomariz el peor de los pecados era llegar a su confesionario con la boca vacía de culpas.

Sin embargo, a cada sapo le llega su hora y Gomariz no fue la excepción.

Ocurrió un 25 de setiembre. Ese día, luego de ver el chunchero que arrastraba yo desde el otro lado del planeta, intuiste que mi sobrepeso religioso era solamente la punta de un iceberg y que en el fondo había un Yo Pecador mucho más pesado que mi equipaje. Entonces, alzaste la voz y en un francés perfectamente articulado, dijiste que probablemente mademoiselle la costaricaine era del tipo de mujer incapaz de tirarse un pedo por temor a las represalias divinas... y entonces, por primera vez en no sé cuántos jueves, me reí tanto y con tantas ganas que dejé escapar uno, ruidosamente y sin cargos de conciencia.

Esa noche logré dormir tranquila.

El sapo había muerto.

La maldita de los jueves




"Curiosamente, de día no puede recordar
con la minuciosidad que le permite la oscuridad. "
Fernando Contreras.

Para abuelito Memo, que era un cuento puro.


Cuando de voy camino, cuando casi, casi llego, paro en seco y me arrepiento. Se me llena la boca de saliva y corro como loco hasta doblar la esquina, con el corazón dándome golpes en el estómago, con el olor de la lluvia anunciando la tarde, y la tarde quebrándose en el aguacero que viene. Siempre igual. Un si me hubiera ido a mejenguear dándome tumbos en la cabeza; encogido en mi camisa empapada y soñando mi gol en el asiento de un bus que, entre parada y parada, termina llevándose mi destino entre las patas.

El trayecto me lo sé de memoria. Me sé la madera de las casas, el ruido seco de la mufla haciendo huecos en el aire, la soledad amarilla de la señora que lee el periódico. Me sé su mano arrugada y tiesa en la boca del delantal, el punto exacto en donde empiezan los ladridos y nacen los perros. La música vieja y la calle pasando lentamente detrás del vidrio, como un caño de agua llovida en donde caen saludos y gotas y viento; y uno que otro hueco nuevo, dependiendo de si el invierno ha llegado o no. Las ojeras de señoras profundas que suben y bajan llenas de bolsas, con chiquitos agarrados a las flores de sus enaguas.
En la décima parada, me levanto y jalo el cordoncito que sirve de timbre. El chófer me ve por el retrovisor y se acomoda los anteojos con la mano izquierda, mientras con la derecha le da un golpe al botón para abrirme la puerta. Sepultados en algún lugar de los ray ban tornasolados, sus ojos agradecen muy sinceramente el hasta luego que le dejo colgado en el aire.

El edificio está al final de una calle retorcida y llena de polvo. Lo pintaron con uno de esos colores chillones, groseros, como al 90% de lo que quedaba en San José.
Cuando voy caminando por el jardín, me encuentro frente a frente el olor a zacate recién cortado, una estaca verde que, suavecito, se me va metiendo en la nariz y luego en la garganta, a donde también me va llegando el aroma clásico de los jueves.
A mi abuelo lo encuentro siempre en el borde de la ventana, con su cuaderno de viaje encima de los regazos, escribiendo y estrenado las palabras que le llevo. Dice que su trabajo desde hoy y hasta que la muerte nos separe es hacerme sufrir con la recolección. -Pero no te preocupés -me dice todos los jueves, ahogado de la risa-, muerto el perro se acaba la rabia. Ya ahorita, cuando quede patitieso en esa cama, se te acaba el castigo de andar buceando entre la gente.
Lo que no sabe el pobre es que tengo cuatrocientas mil historias para vengarme en su funeral. Como ésa de cuando el mar se lo tragó y lo volvió a escupir, enterito.
Yo le digo que ese día la muerte no quería indigestarse y por eso lo mandó de vuelta a la costa, sin quitarle ni siquiera las costras y la lista de malos pensamientos que tenía apuntados en el cuerpo. Mi abuelo se agarra la panza y se ríe como loco, jurándome que es cierto, que el Océano Pacífico lo escupió a la vida pero no le arregló el resto.
Mi abuelo es un tostado. Le encanta esa palabra.
La apuntó desde la primera vez que me la oyó decir, hace ya varios años, y ahora la usa para impresionar a las enfermeras, para convencerlas que no es tan roquillo como piensan. Y le sirve, de veras que le sirve, porque su cuarto siempre está lleno de perfumes y flores y risas: de mujeres. No ves, Javiercito, las vueltas de la vida, ahora resulta que tengo a 15 muchachas vestidas de blanco, sonrientes y dispuestas a acompañarme hasta el final de mis días; jóvenes hermosas que conocen al dedillo la arrugada geografía de mi trasero y las curvas más agudas de mi mal humor. Y todo justo ahora, ahora que estoy más inofensivo que Ronald Reagan con alzheimer. Tu abuela estaría verde de celos, ya me la imagino, viendo tanto estrógeno alrededor de este papazote.
Pero así es la cosa, Javiercito, pan para el que no tiene dientes… digamos que el Señor intuyó que lo mejor era dejarme chimuelo para esas cosas de la carne y regresarme a un estado virginal de cuerpo, mas no de mente, que quede claro; porque mala yerba, usted sabe m’hijito, mala yerba nunca muere, a pesar de las hemorragias.

Le empezaron a dar hace poco. Según él, le queda tan poco tiempo en este lado, que los recuerdos se le quieren venir de un tirón cuando todo está oscuro, las enfermeras se han ido y en el cuarto solo queda una sombra pequeñita de lo que fue el día.
Me imagino una puerta enorme abriéndose y el insomnio de mi abuelo llenándose cada vez más del olor de mi abuela, del pelo largo y negro de mi abuela, mientras la tarde arriando el ganado azul en las montañas, la casa de neblinas, el estero pegajoso de Golfito, los bananales ardiendo a media tarde, los ladridos de Manix a lo lejos, el tren arrastrando las horas, las avenidas, los minutos ruidosos de Santiago, la cordillera enorme, mapuche, Juan Colpi, y las calles abiertas como heridas. La vida entera de mi abuelo bailando en ese cuarto negro de boleros apagados, y mi abuelo vaciado y vuelto a llenar una y mil veces por la ausencia la boca la muerte de mi abuela.
Dice que son hemorragias de pasado, “el concierto barroco de la senilidad”, y me empieza a hablar de catedrales, fugas, motetes y un gordo alemán que tiene un nombre muy raro que nunca he logrado aprenderme.

Ese jueves, como todos desde hace cinco años, tenía que tragarse a la maldita: la sopa de verduras que le daban religiosamente a las cuatro y media de la tarde, y que, según él, era causa indirecta de sus hemorragias nocturnas. El asunto está en esa sopa. Yo no sé qué tiene, pero ese hijueputa caldo de verduras me produce una indigestión en la cabeza, un cortocircuito en la memoria, y entonces se me quiere venir todo el pasado de un solo. Anoche, por ejemplo, estuve baile que baile con tu abuela. Esa cintura preciosa y esas nalguitas apretadas, altaneras. La envidia de todo el barrio. Y la llevé al centro de la pista con la orquesta bien metida en las orejas, a lo lejos, y ella me abrazaba tan fuerte, Javiercito, tan fuerte…los ojos se le estaban inundando de aguaceros, y a mí esas ganas… la música atrás y yo deseándola todita, deseando traérmela para acá, tragármela en un beso largo y apretarle esas nalguitas para quitarme por última vez esta castidad de abuelito desahuciado…Y le dije que sí, Javiercito, de nuevo y para toda la vida, jurando por lo más sagrado “sin enfermeras rebosantes de estrógenos, mi amor”, y Amén, como el talco, pa’ toda la vida. Con ella toda mi vida de nuevo a ojos cerrados. Porque a las mujeres nunca hay que decirles que no; a las mujeres hay que tratarlas suavecito, escucharlas mucho, porque solo así se aflojan y se ponen suavecitas como bollitos recién salidos del horno, listas para meterles un mordisquito en el cuello y luego ir bajando.

Ese día le pregunté si no le daba taco que los recuerdos se le vinieran de un solo. Y me dijo que no, pero que igual le hubiera gustado tener una zaranda, un embudo o un gotero, para meterlos a todos y sacarlos de a poquito, porque después de esas avalanchas queda como perro apaleado y se levanta cansado y gris, con un nudo de agua salada apretándole la garganta. Y va de nuevo, Javiercito, se pone uno a escalar el día para ir llegando despacito a la muerte y viene la maldita con el jueves a cuestas y entonces de nuevo la noche y la hemorragia. Siempre igual.
Yo también tengo un montón de recuerdos y aunque no se me vienen de un solo, como a él, se me alborotan cuando estoy con él, en el borde de su ventana. El que más me regresa es el de las botellas.
Las tapábamos con una lona verde, enorme, y acomodábamos cuidadosamente nuestros traseros, los dos traseros más inocentes de la Quinta Región, encima de las cajas de madera oscura que hacían clin-clin en cada hueco; luego nos poníamos a rezar el padrenuestroqueestásenelcielo a todo pulmón, para que no se quebraran. Abuelo nos ponía parches negros en el ojo izquierdo, que fabricaba con un pedacito de tela que robaba del costurero de la abuela, y nos encaramaba pistolas de plástico en la pretina. Y así, vestidos de piratas, nos íbamos recorriendo la costa, con el sol de mediodía en lo más y mejor, a contrabandear las botellas que le compraba al chino Li en un almacén enorme y oscuro que olía a libros viejos y a humedad.
Cuando llegábamos a donde don Manuel, se bajaba y se quitaba el sombrero. Don Manuel revisaba el cargamento mientras nosotros nos íbamos a perseguir las gallinas negras de enfrente. Entretanto ellos, sentados en la penumbra de la pulpería, se ponían a fumar pipa y a catar la mercancía, no vaya a ser que algún buen samaritano se nos intoxique, decía mi Abuelo, opinión que era firmemente secundada por don Manuel, un mapuche de pocas palabras y un sentido del humor profundo como la Cordillera. Al cabo de un par de horas, cuando se aseguraban de que no habría efectos secundarios para los consumidores, nos montábamos de nuevo en el cajón y directo y sin escalas al puerto, a comprarle un pescado enorme a la abuela, para que no se enojara que no hubiéramos llegado a almorzar.
Y así nos la pasábamos todo el verano, entre botellas contrabandeadas y el clin clin apresurado de las tardes. Pescando locos en los huequitos que dejaban las olas al reventar en la orilla, y escuchando al abuelo contarnos historias de vagones azules que rompían la verdura de los bananales, allá, lejos, en la zona sur.

A veces, sin que las enfermeras se den cuenta, lo ayudo a tomarse la maldita de los jueves, procurando convencerlo de que no es solo eso lo que le produce la hemorragia. Pero abuelo es jupón y no me hace caso. Entonces mejor me limito a traerle las palabras que encuentro en las calles, que pesco en el bus y en las aceras y voy metiendo con cuidado en mi bulto. La materia prima de mis días, dice él, porque se viste de traje, se rasura, se pone sombrero y estrena una distinta cada día. Ésa es su ceremonia.
Pero el siguiente jueves, recuerdo bien, me dijo que la hemorragia lo había dejado hecho leña y no quiso levantarse más. Cuando me di cuenta, el polvo se había tragado su sombrero y sus ojos negros se habían convertido en un puñito de lágrimas secas debajo de las sábanas. Las enfermeras revoloteaban inquietas, sin saber qué hacer, igual que yo, mientras el tiempo corría, implacable, en los caños de febrero. Ya sin fuerzas para el escalar el jueves, abuelo empezó a deshacerse frente a su cuaderno de viaje. La maldita ya no me entra, Javiercito, y anoche me salieron treinta y cinco arrugas nuevas. Me puse a contarlas en el espejo, con tu abuela.
Fue entonces cuando las hemorragias empezaron a inundarlo todo el día, hasta que un jueves, maldito como la sopa de verduras que tanto aborrecía, dejó de apuntar en su cuaderno y murió. Murió.
Y muerto el perro empezó la rabia, mi rabia de tarde vacía al borde de la ventana.
El día que lo enterraron, abrí la botella que tenía escondida debajo de la cama, por aquello de viajar a Chile de vez en cuando, aunque fuera a bordo de una botella, decía él, y me encaramé de nuevo y por última vez en la lona verde de mis diez años, recordando el clin clin de la tarde, el contrabando de botellas bamboleándose bajo mi trasero y la sombra deshilachada de los veranos en el almacén del chino Li. Supe de memoria la calle de piedras en la palma de una mano, la cicatriz abriéndose poco a poco en las arrugas de la cama, en el puñito de lágrimas negras que eran los ojos de mi Abuelo Muerto.

Me tomé un trago a fondo blanco y abrí el cuaderno: ciento veinte páginas; una para estrenar cada día. Empecé a leerlas, con el aguacero amarrado a la ventana y la tristeza flotando en la boca abierta del papel. Y me colgué al cuello de la botella, como se agarra uno a la punta afilada de los gritos, a las patas de la mesa antes de que se quiebre por completo… así me fui resbalando mientras vos, abuelo, seguías dando vueltas en la cintura de una tarde lejana, recorriendo uno a uno los rieles herrumbrados de un tren que caminaba siempre hacia el sur de tu ventana, hacia la pancita húmeda de los bananales, llevándote por ese camino largo que hay detrás de lo que no logran decir las palabras.

Amén por tus cuentos y tus huesos, por las enfermeras de luto que adornan los corredores desde que te fuiste. Amén por el sonido del tren que va arrancándote de aquí, poquito a poco, llevándose tus malos pensamientos y tus carcajadas.
 
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